Por esa curiosa mezcla, de acción pública e íntima a la vez, el teatro es la expresión artística que retrata con más claridad el pulso de una sociedad. En una tradición de enorme abolengo siempre le ha hablado al corazón de su gente. El arte, y específicamente el teatro, que se hace en un momento determinado de un país, revela lo que ocurre en las entrañas de su sociedad. Del espíritu que se está amalgamando en silencio. El teatro es narrativa oral, ensayo gráfico, reflexión colectiva, momento de comunión, que representa lo que somos.
Partiendo de esa idea, podemos permitirnos tener esperanza sobre lo que, aun no siendo visible, está ocurriendo en las entrañas de nuestra sociedad. Montajes como la recién finalizada temporada de A veces se gana, a veces se pierde, escrita por Elvis Chaveinte, llevada a escena por el grupo Thespis, y la biodrama La persistencia, escrita y dirigida por Sara Valero Zelwer y la actuación de Rossana Hernández, dan fe de ello.
Varios elementos hermanan estas y otras piezas que se cocinan en la actual escena teatral caraqueña. Quiero destacar, como principal, esa necesidad de registrar nuestra historia contemporánea con la certeza de que en sus rincones hay claves que nos permitirán construir una foto desnuda y honesta del momento que vivimos. Proponen un alto en el camino para vernos, lo cual es un ejercicio saludable para una sociedad que no ve en el horizonte un futuro muy promisorio.
Pero cuando hablamos de nuestra historia no nos referimos a la sociopolítica, a la que se escribe con solemnidad y, sobre todo, con certezas. Nos invitan a mirar es la historia menuda, la que duda, la que se sabe humana y se hace preguntas. La que vivimos desde esa ventana en el que nos tocó mirar el acontecer diario. Allí, en esa historia modesta, íntima, anónima, están las piezas de un rompecabezas que, visto en perspectiva, nos revela nuestra propia vida.
La puesta en escena de esa estupenda experiencia llamada La persistencia tiene de sencilla lo que tiene de poderosa. En un escenario casi desnudo se presenta Rossana Hernández, la actriz y protagonista (resaltar la dualidad es necesario), y nos invita a acompañarla por un viaje a través de los recuerdos de su camino andado. Nos cuenta cómo esa niña de Carúpano que, impulsada por una profesora de ballet, soñaba con ser balletista, ha vivido estos inolvidables y duros años en busca de su rincón en el mundo. A lo largo de hora y media, y apelando a recursos audiovisuales e histriónicos, sonríe, rememora, se confiesa, baila, canta, y va hilando las piezas que se conectan con este camino común que nos ha tocado en suerte. La vemos y nos sentimos compañeros de viaje. La vemos y sonreímos ante nuestras viejas ingenuidades, y suspiramos ante nuestros desengaños. La vemos y nos vemos.
Y agradecemos la magia del teatro.
Y agradecemos también poder disfrutar de la versatilidad y el talento de Rossana Hernández, y que existan experimentos biográficos como este que concibió Zara Valero Zelwer, dos jóvenes actrices y directoras que dicen mucho de la calidad de nuestro movimiento teatral.
Y es así como entre luces, sombras, silencios y confesiones, casi sin darnos cuenta, asistimos a la reconstrucción de nuestra memoria común. En los suyos, rememoramos nuestros sueños y desencantos como colectivo. Es una invitación a hablar de la vida, como quien, con gracia y un talento enorme, eso sí, nos reúne en torno a sus recuerdos.
El buen teatro que se está haciendo en Venezuela, en medio de la sed de evasión, es un muy esperanzador síntoma de que en nuestra sociedad está vivo el germen de la reconstrucción, del comprometido ejercicio de la esperanza. Se puede olvidar lo vivido y negarnos el aprendizaje que nos puede dejar, o se puede hacer belleza con eso vivido. “Ver la vida como un poema, y verte a ti participando en ese poema es lo que el mito hace por ti”, señaló con enorme poesía Joseph Campbell. Esa sentencia se aplica perfectamente a propuestas como ésta a la que nos convocan Sara y Rossana en La Persistencia. Porque hurgar en esas gavetas del recuerdo para encontrar la esencia de lo que somos, es la mejor manera de reafirmar nuestra condición humana en momentos en que es tan fácil extraviarla.
El teatro nos convoca dando lo mejor de sí, haciéndonos sentir que, en medio del ruido y la evasión, hay espacios prestos a la creativa reflexión, hay gente comprometida con la vida, la memoria y la belleza. Nos toca a los espectadores ir a ese encuentro.
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