La enigmática bondad de leer

Hay afirmaciones tan propiciatorias del consenso general que despiertan una razonable suspicacia. Afirmaciones que lucen tan irrebatibles que, al enarbolarlas no parece importante tener un argumento a la mano que las respalde. Esas que más bien parecen “verdades”, y toda “verdad” que no ofrezca, a primera vista, la posibilidad de contradecirla, encierra el germen de la soberbia.

Son como dogmas religiosos. ¿Quién, por ejemplo, se opone a esos lemas que destacan las bondades de la lectura? ¿Quién, cuando escucha consignas que la favorecen, tendría un argumento presto a rebatirlas? Son tan cómodas, que quien recurra a ellas quedará como en sus fotos de perfil de Facebook.

Y no es que frases como “Leer es un placer” o “Leer es sexy” sean irrebatibles. Es que no parece sensato intentar enfrentarlas. No porque leer pueda no ser placentero o, más aún, sexy, dependiendo del criterio con el que cada persona mida lo placentero o lo sexy. Es que nadie, al menos en un país que da tanta importancia a relacionarse con eficacia, se atrevería a objetar las bondades (que no necesariamente pasan por lo placentero o lo sexy) de leer. Así el que lo afirme no pueda, tampoco, argumentar las bondades reales de la lectura. Ante esas frases, no queda otra alternativa que afirma o callar. Leer está bien.

Sin embargo, uno se enfrenta a momentos en los que es inevitable, no cuestionar las bondades de la lectura, pero sí el hecho de dar por descontado que la lectura, en sí, obrará el milagro de hacer de todo el que la cultiva, una persona cargada de los mejores valores de la civilización.

Es el caso de esas personas que poseen en su haber la lectura de muchas obras que abordan la complejidad de la condición humana y sus valores más sublimes, que son entusiastas del cine que explora de manera magistral nuestra contradictoria naturaleza y, además, consumen música sofisticada, pero que, sin embargo, nada de esto parece haber dejado marcas visibles en esos consumidores. O no, al menos, en sus conversaciones cotidianas, en sus posturas ante la vida, en su visión frente al mundo. Personas que no dan la impresión de ser más sabias, más sensibles, o con una mayor comprensión del entorno gracias a estas obras, las cuales en ocasiones ni siquiera han debilitado sus prejuicios.

Es un tema apasionante cuyos interlocutores por excelencia serían los libreros. ¿Cuántos de sus clientes reflejarán la magnífica hondura y sapiencia de sus lecturas? ¿Cuántos dejarán la sensación de haber digerido ese poderoso reservorio humano representado en los clásicos universales?

La lectura es una operación que se lleva a cabo entre dos (autor y lector) y dependerá del receptor qué tanto esa lectura influye sobre su espíritu. Las campañas para la lectura crean mercado para la industria editorial, lo cual es justo y necesario, pero no hay que olvidar que la misma, y el consumo de expresiones artísticas en general, son actividades que operan a cuatro manos (o a dos corazones) y si la persona que la consume no se está formulando preguntas, lo más predecible es que no consiga respuestas.

Leer no salva de nada ni hace necesariamente mejores personas, porque el universo que hay en los libros tendrá la traducción exacta que cada lector le dé, sea mezquino o generoso, optimista o desconfiado, abierto a la comprensión del mundo o prejuicioso.

Adoro ver gente leyendo en la calle. Me encanta que haya lectores. De entrada, porque veo un cómplice en cada lector con el que me tropiezo. Más si es un libro por el cual siento afecto. Pero se trata de una hermosa ilusión. La lectura es el encuentro de dos mundos. Una fórmula cuya reacción dependerá, en gran medida,  de una incógnita: la del insondable universo personal de cada lector. Ello hará posible que una misma lectura justifique la vida o la muerte. La luz o la oscuridad.

Leer es un placer. Un placer que entraña un fascinante monstruo: el de la libertad de acoplar lo leído al espíritu de cada lector. Ese encuentro, ese viaje sin instrucciones ni fórmulas, encierra la esencia de su enigmática belleza.

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