Elogio a la soledad

De niño podía pasar tardes enteras leyendo encerrado en mi cuarto. Entonces tenía suficiente pasión para hacerlo durante horas sin cansarme. O inventando juegos extrañísimos que requerían muchas anotaciones, puntuaciones absurdas y reglas. O escuchando la radio, viendo las telarañas del techo. O viendo por la ventana, pensando. Viendo y pensando podía transcurrir mis tardes. Era maravillosa la cantidad de películas que hacía usando a los transeúntes de protagonistas.

A veces, en mi contemplación, tenía que esconderme de los vecinitos que me veían instalado en la ventana, quienes juraban que invitándome a jugar me estaban salvando de un aburrimiento mortal.

No entendían que los aburridos eran ellos.

Mi abuela tampoco entendía. Con genuina preocupación le decía a mi mamá que yo pasaba muchas horas encerrado. Cuando esta se encogía de hombros, diciéndole que yo era así, mi abuela subrayaba el cariz de su preocupación: “Los varones se hacen en la calle, no en la casa”. Como mi mamá insistía en no alarmarse ella tomaba cartas en el asunto y, cada tanto, me tocaba la puerta y me preguntaba si no quería bajar a jugar con mis amiguitos.

Mis negativas dibujaban una sombra en su mirada, que veía mi futuro con preocupación. No sólo estaba convencida de que el varón debía hacerse en la calle, sino que sentía algo con lo que luego me tropecé con cierta frecuencia: la bienintencionada certeza de que no es normal que alguien disfrute de su soledad.

En la adolescencia, cuando terminaban por convencerme de ir a una fiesta, terminaba inexorablemente, a eso de las dos de la madrugada, pensando: “Y toca aguantar hasta que amanezca”. Entonces pasaba el tiempo escondiéndome de los bondadosos angustiados que tenían que salvarme de mi silencio contemplativo.

Supongo que hacerme rockero fue la mampara que encontré para no ser invitado a los matinés del liceo. “Los rockeros no vamos a fiestas”, decía con aire de maldito, para huir del aburrimiento que se escondía en la euforia forzada de las fiestas.

Los adolescentes melancólicos y huraños saben lo que es guerrear con el entorno.

Con el tiempo, sea porque el adulto adquiere más habilidades para hacerse de su lugar en el mundo o porque las necesidades grupales y de adscripción amainan con la edad, con la llegada de la adultez el asunto se tornó más llevadero.

También vale acotar que, con el tiempo, uno aprende a transigir un poco más. Se desgasta menos tratando de defender un terreno que no requiere ser defendido. Uno sólo es lo que es y anda siempre con lo puesto, como dijo con inigualable poesía (que es decir belleza y sencillez a un mismo tiempo), el gran Joan Manuel Serrat. Puede prescindir de algunos ritos sociales sin temor al estigma.

En una ocasión le dije a una joven amiga que se podían esperar cosas valiosas de quien sabe estar solo. Y lejos de ser un piropo a su naturaleza contemplativa, es algo en lo que creo. Quien no tiene demasiado apego a la compañía humana entiende que la vida es un pasaje que básicamente se vive con uno mismo y con los recuerdos. Que la gente es tan transitoria como el pasaje mismo, y que cuando uno se acostumbra a estar con uno a lo largo del camino, aprende a ejercitarse en el diálogo con el paisaje. Quien no tiene demasiado apego a la necesidad de un grupo aprende a explorar y no pide permiso, ni espera aprobación. Quien no necesita del ruido permanente termina por escuchar lo que tiene que decirse. Quien aprende a disfrutar la soledad se permite ver el mundo como podría ser y no siempre como lo demás piensan que debe ser.

La soledad, de hecho, es fundamental para la creación. Componer (sonidos, imágenes, palabras, da igual) requiere de ella y de sentirse a gusto con ella.

“Aislado, era quizá un individuo culto; en multitud, es un individuo instintivo y, por consiguiente, un bárbaro”, señaló Gustave Le Bon para caracterizar al hombre en medio de la masa. No en vano hay miles de niños y adolescentes esencialmente buenos que se vuelven unos talentosos patanes cuando están en grupo. Presión social le llaman algunos. Plomo en el ala, le digo a mis hijos.

En una entrevista que le hacen al cineasta ruso Andrei Tarkovsky, le preguntan si tiene algún consejo para los jóvenes, a lo que él señala “que aprendan a estar solos y procuren pasar el mayor tiempo posible consigo mismos. Me parece que una de las fallas entre los jóvenes es que intentan reunirse alrededor de eventos que son ruidosos. En mi opinión, este deseo de reunirse para no sentirse solos es un síntoma desafortunado. Cada persona necesita aprender desde la infancia cómo pasar tiempo consigo mismo”.

En fin, si ya de por sí se nos va la vida en intentar conocernos, quien no busca voluntariamente tiempo para estar solo consigo mismo, vive con un desconocido que le resultará insoportable cuando al fin se le aparezca.

Publicado originalmente en El Cambur

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