«Ahora sabemos que los recuerdos no están fijos ni congelados (…) sino que se transforman, se disgregan, se reensamblan y se recategorizan con cada acto de recordar.»
Oliver Sacks
Si los recuerdos viven dentro de nosotros, y si todo lo que está vivo se mueve, ¿por qué no lo iban a hacer aquellos cada vez que los convocamos? Siendo así, ¿qué de lo que se cuenta no es ficción siendo que toda memoria es alteración? ¿Qué no es real siendo que toda recreación parte de nuestra experiencia? Más aún, ¿qué de aquello que damos por testimonio fiel no está contaminado del anhelo de lo que pudo haber sido y no fue?
Toda historia es una reinvención de la realidad, no la realidad. Por ello, no es importante buscar cuánto en ella hay de verdad y cuánto de mentira, sino cuánto hay de conmovedor. Después de todo, cada emoción contiene su propia verdad.
Para resguardarlos del olvido convertimos los recuerdos en palabras que arman relatos. Que les dan sentido. Pero en cada nueva versión se van alejando de la impresión inicial, para convertirse en la expresión de lo que decidimos contarnos. Los momentos inolvidables de nuestras vidas son, en última instancia, símbolos de algo. Por eso, para irse acercando a ese símbolo, siguen mutando.
Importa menos cómo sucedió que lo que terminó simbolizando.
Estamos hechos de ingredientes tan inasibles como los arrepentimientos por lo que hicimos o dejamos de hacer, las percepciones de lo que fuimos o lo que vivimos, afectos, dudas, culpas, rencores y empeños. Al fin y al cabo, la vida que juramos haber vivido está hecha de la misma materia que los fantasmas.
Los fantasmas de estos relatos dibujan un arco en la vida del personaje, sin verdades absolutas ni certificación de origen. Son historias bañadas por las aguas de lo que fue y de lo que pudo ser. De momentos que creo recordar y lo que di por sentado que sucedió. Metáforas, en fin, que sirven para asentar nuestro errático paso por la vida. Y como tal, y no como otra cosa, se aconseja que sean leídas.
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