Being Sergio Blanco

La literatura es una mentira que dice la verdad.

Juan Rulfo

 

Existe una vieja (y obedientemente acatada) tradición lectora que separa la literatura entre ficción y no ficción, que no es otra cosa que una necesidad de distinguir entre lo que es y lo que no es verdad. El asunto no deja de ser paradójico: si la ficción engloba lo imaginado y lo posible, entonces toda expresión estética bebe de las difusas aguas de la ficción, ya que necesita de la imaginación para ser.

El dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco lo sabe, y por eso la frontera entre realidad y ficción (actores y personajes) e, incluso, entre la función y el público (la representación y los asistentes) en sus obras, se disuelve en un remolino de capas con el fin de desmontar en el espectador toda certeza, llevándolo a aceptar la esquiva realidad que se le presenta como la única herramienta de la que dispondrá para lidiar con aquello que se le cuenta. Y deberá hacerlo, no como pasivo cómplice, sino como copartícipe de las mismas.

Saber qué es verdad y qué es mentira termina siendo irrelevante en los universos contenidos en estas obras. Ni siquiera porque los personajes se construyan frente a los ojos del espectador. Lo único que este terminará por entender es que sus desenlaces son ineludibles. Esquivos, pero ineludibles. Como el prestidigitador que nos dice, con vieja maña y sospechosa frecuencia, que no perdamos de vista en qué vaso está la bolita, para terminar desengañados cuando señalemos el equivocado. Ese que jurábamos que la contenía.

Tebas Land, por ejemplo, parece el vaciado de un personaje sobre otro que debe encarnarlo, pero valiéndose del mismo actor para representarlo. Esto permite al dramaturgo conversar con ambos e ir disertando sobre su creación. De alguna manera, el personaje que hará de personaje queda esculpido en el personaje que hará de actor que lo representará, editando y alterando en el recipiente lo que él personaje dramaturgo decide que conformará al otro.

¿En qué vaso está la bolita? ¿Qué diferencia el modelo del modelado? ¿Cuándo el actor que nos jura que no es Sergio Blanco («pero ustedes me van a ayudar, creyendo que lo soy»), en La ira de Narciso, deja de ser el actor para ser el dramaturgo? ¿Cuándo nos enteramos de que, en medio de eso que parecen los preparativos, la obra tiene rato de haber comenzado? ¿Están siguiendo el vaso en el que está la bolita?  ¿Seguro?

Veamos si prestaron atención.

 

La muerte acecha y teje los nudos que enlazan las piezas de esa trilogía compuesta por Tebas Land, La ira de Narciso y El bramido de Dussendorf. La muerte como tema y como representación, en sus diversas aristas: el miedo a la muerte, la repulsión ante la muerte, la muerte buscada para evitar que sorprenda, la muerte del personaje… La muerte y el arte, sea como culto a aquella (“En el arte nos enamoramos de cosas muertas. De cosas que no tienen vida… Y pasamos horas contemplando obras que no han hecho más que matar lo real”), o como como acto de resistencia (“…pero no tanto un acto de resistencia en el sentido político o social, sino un acto de resistencia metafísica ya que toda obra de arte resiste finalmente a la muerte”). Incluso, y a contracorriente de la experiencia humana, la muerte que no lo es, haciéndonos dudar de lo único que solemos dar por definitivo.

En el juego de opuestos que no son tales, en la obra de Blanco, la muerte se presenta en pliegues en los que lo real y lo fingido, lo tangible y lo metafórico, desdibujan y desmienten sus fronteras. Pasa con la muerte del padre, que se representa como un dictado consciente del autor/director, mientras se diserta acerca del hecho de que Edipo es un parricida involuntario que no sabe que ha matado al suyo. Representar la muerte del padre afirmando que todo parricidio es tan inevitable como involuntario. Edipo siempre matando al padre (siquiera en el terreno de lo imaginado) para poder existir.

Lo inevitable del hecho lo libra de culpa.

 

Como en los sueños y en los juegos de los niños, en las obras de Blanco las convenciones se van definiendo según las necesidades del discurso. “Muy seguido Sergio dice que la autoficción es el lado oscuro de la autobiografía y que ahí en donde hay un pacto de verdad como es el caso de la autobiografía, en la autoficción hay un pacto de mentira”, le dice al público Carolina Torres, un personaje de El bramido de Dussenldorf, para presentar al dramaturgo a continuación: “Sergio tiene cuarenta y tantos años. No le gusta decir su edad y por eso no me la deja decir. Es una persona encantadora y muy generosa. Esto sí me lo deja decir. Además de escribir y dirigir, pasa todo el tiempo dando clases y dictando conferencias y seminarios por todas partes. Esto también le encanta que lo diga».

Esta es una constante en sus piezas. Un personaje alimentando en el espectador la duda de aquello que va a aseverar para luego presentar a su creador como el titiritero de las afirmaciones que salen de su boca. El dramaturgo como personaje, presente o no. El actor que dirige el ensayo de representación que veremos, pero que ya estamos viendo. Unas pocas verdades verificables en un océano de afirmaciones dudosas.

Más que pacto con la mentira, es un pacto con la incertidumbre.

Es el truco de fingir que entre el autor y el espectador no media, precisamente, un artificio. La realidad que se presenta como ficción, y viceversa. En ese desconcierto es donde comienza el juego en el que el espectador se ve obligado a ver la realidad de otra manera. A aceptar un juego en el que esta no es lineal. Ni confiable. Y acaso ni siquiera es.

¿Seguro que la bolita está en este vaso? Vamos a levantarlo a ver.

 

ADENDA

Cuando todos los planos que entran en juego son (pueden ser) ficticios, toda realidad es, también, simbólica. Una representación. Espejos de espejos en los cuales no existe el original. Las autoficciones de Sergio Blanco entrañan una inmersión a la realidad (y a la imaginación) a través de varias capas. Una travesura de prestidigitador,  para hablar sobre la vida y la muerte partiendo de sí mismo, con la sencilla y potente eficacia de los sueños y de los juegos de niños.

Y si una agrupación ha sabido interpretar ese carácter onírico, absurdo, maravilloso de los textos de este original autor, es Deus Ex Machina, cuyas puestas en escena trasmiten con cincelada eficacia la esencia de sus elaboraciones imaginativas, al punto de parecer las representaciones de los sueños (o las pesadillas) que viven dentro de la cabeza de Blanco.

En estas semanas hay una magnífica oportunidad de disfrutar del Ciclo Sergio Blanco, que esta agrupación está montando en el Espacio Plural del Trasnocho Cultural, en Caracas.

En medio del hastío que produce una realidad política y social empobrecedora del alma y de un poder cuyo accionar fulmina esa savia de la existencia que llamamos imaginación, estos espectáculos son un chorro de vida que nos lleva a sentirnos, durante ese breve e infinito instante que dura el arte, viviendo dentro del mundo. Del mundo posible. Del mundo imaginable. Si pueden verlos, no dejen de hacerlo.

Es de esas oportunidades que no se repiten con facilidad.