Tres libros

tresautoresAl presentar a un autor en su primer trabajo individual se corre de alguna manera el riesgo de proyectar en él los propios prejuicios, acreditarle las propias supersticiones. Y si hay algo que precisamente no necesita ese autor, es de esas etiquetas que los demás usan para fijarlo. Aunque es difícil no sucumbir a este procedimiento, intenté leer estos tres libros de los que voy a hablar brevemente (Qué impertinente manera de volver, de Martha Durán; Pasillos de mi memoria ajena, de Mario Morenza; y Ana no duerme, de Keila Vall), tratando de no entregarme a las sentencias y a los juicios, sino tomando nota de esas atmósferas que se reiteran, e hilan la unidad que da forma a estos textos primogénitos.

Ya veremos si lo logro. Antes de hablar de ellos, quisiera asentar una breve acotación. Si llegase a concretarse el tan anunciado Día del Juicio Final, donde se pondrá en la balanza el proceder de todos y cada uno de nosotros, personalmente le solicitaría a estos severos jueces, cuando vayan a juzgar a la actual gerencia de la Editorial Monte Ávila, que tomen en cuenta la creación del Concurso de Autores Inéditos y su consecuente publicación de ganadores y finalistas. Gracias a ese excelente proyecto, hemos podido disfrutar de magníficos primeros títulos como Una larga fila de hombres (de Rodrigo Blanco) y Cuentos con agujeros (de Krina Ber), por nombrar sólo dos de los que me vienen a la memoria, o estos que hoy presentamos (en uno de estos refugios de la Caracas soñada, como lo es El Buscón), los cuales resultaron finalistas en narrativa del Concurso de Autores Inéditos del año pasado, cuya calidad basta para justificar con creces la existencia y permanencia del concurso.

Paradójicamente, si algo tienen en común estos tres libros, es la clara distancia que hay entre ellos, la nitidez de sus diferencias, lo delineado que hace que cada uno sea un honesto representante del universo psicológico y las obsesiones de cada autor. Vamos a hablar un poco de cada uno de ellos:

Qué impertinente manera de volver, de Martha Durán está conformado por 22 relatos. La soledad, la ausencia, el exilio interior, son temas y atmósferas que persisten en ellos. Sus personajes y sus acciones se dibujan sobre la bruma de las sensaciones, de las intuiciones, como desde un mundo que se vive hacia adentro y desde el cual se tiene poco interés en otear el paisaje circundante. Sus introspectivos personajes viven en sus propias cajas negras, de donde rara vez parecen querer huir. Al contrario, en ellas lucen cómodos y a resguardo del peligro que acecha fuera de ellas.

En estas historias, cada individuo hace de un universo en el que se vive desde las palabras, desde su significado, para mantener el permanente fluir consigo mismo y con la existencia. En ellos, el lenguaje termina siendo un elemento totalizador del universo. Deslizan la convicción de que al único mundo al que pueden pertenecer es el que llevan a cuestas, esa galaxia infinita e intangible formada por sus fantasmas, temores, angustias y anhelos. «La sensación de ser ajeno a todo ello lo hacía sentirse un extranjero, no de ese lugar, ni de su propio país, sino del mundo entero», se señala sobre uno de los personajes. Y es la soledad y la incomprensión de un mundo que siempre resulta ajeno, lo que los conduce al anhelo de la absoluta nada como único camino posible, tal como lo asevera otro de los persoanjes: «quería callar mis latidos, descubrir la dicha final en el letargo de un cuerpo mudo. Y entonces adiós, me dije. Adiós».

Los seres de Qué impertinente manera de volver son prisioneros de los temores y dolores que produce vivir en un mundo agreste, pero no por lo tangible de las agresiones en sí, sino por lo que ellas pueden producir desde adentro.
De los tres autores de los que hoy hablo, es Mario el que más conozco. Me une a él, además de una afición común a Peter Gabriel, varios encuentros en nuestros respectivos caminos literarios. Y la simpatía que me produce su permanente optimismo, que se puede traducir como una forma de fortaleza. O quizá como ese genuino pesismismo del que siempre sonríe porque sabe que las cosas siempre pueden estar peor.

En todo caso, a Mario lo he venido leyendo desde hace un par de años con una mezcla de asombro, desconfianza e interés. Es por eso que no me extrañó el resultado de Pasillos de mi memoria ajena. Intentar adjudicarle un género es una empresa inútil. He oído catalogarla de novela, de novela hecha de cuentos, e incluso de crónicas o fragmentos apócrifos de un diario. Luego de leerlo, se puede concluir que todos tienen razón. Pasillos de mi memoria ajena es el resultado de la única forma en que Mario podía ofrecer una aproximación de su concepción del mundo. Se trata de un coctel muy bien digerido de lecturas y pensamientos en cuyas líneas se siente el sustento de diferentes voces y diferentes momentos de su vida. Esos que fue anotando, pensando y escudriñando sin saber por qué, ese personaje que hace de columna vertebral del libro, y que no es otro que él mismo.

Mario es un autor que puede confundir al lector desprevenido. Parece narrar con ligereza, como el que cuenta algo que se le acaba de ocurrir. Nada más lejos de la realidad. Los temas de Mario son el producto de incesantes obsesiones, de una mente quisquillosa que bordea lo neurótico. Una mente que elabora permanentemente su versión del incesante flujo de la realidad circundante. Solamente alguien que ha descubierto los abismos que se agazapan en la cotidianidad, es capaz de aseverar ante la interrogante de qué es el futuro, lo siguiente: «Eso preocupa. Es difícil predecir algo a diez minutos de ocurrir. […]. El próximo segundo es lo impredecible».

Consciente de lo abigarrado pero imprevisto que resulta el mundo, Mario revisa, categoriza, mide, palpa y anota todo cuanto le rodea, sino tal como es, con toda seguridad sí como él lo ve.
De temperamento introspectivo y minuciosamente analítico, Keila Vall tiene muchas cosas que contar, y las cuenta sin vacilación. En los 11 relatos de Ana no duerme se puede percibir esto, y aunque en ellos no son infrecuentes los finales abiertos, expandidos, se debe a que en ese punto en que las historias formalmente terminan, para ella está alcanzando una encrucijada de posibilidades. En ellos, la sola idea de sugerir un punto final, sería como negar la infinita cadena de efectos de cada acto.

Las historias de Ana no duerme están solidamente tramadas. Suelen dejar imágenes muy persistentes en la mente del espectador. De hecho, son las imágenes visuales las macizas columnas que van encadenando las escenas de los cuentos, como si se leyeran a través de una secuencia de fotogramas. Y allí radica una de sus habilidades: saber escoger y trabajar las imágenes que hilan las tramas (y sus disgresiones), que convierten al lector en espectador de la historia que lee. A esas imágenes contundentes hay que agregarle una afinada visión sobre el alma de los personajes, sobre sus rasgos fundamentales, sus tragedias, que los hace totalmente creíbles. Para ello se vale, además de la buena vista, de un uso muy hábil de los silencios y de los tiempos.

Y es el tiempo, precisamente, el hilo conductor de estos relatos. El tiempo como un carcelero que aprisiona en una sucesión interminable de situaciones, pero también como el sustento de esa cadena de acciones que hacen posible la vida, que sostienen el recuerdo y que permite que lo que nos rodea siga ahí, que no desaparezca de pronto.

Esa mirada fotográfica de Keila, eso de asumir con igual pasión la fotografía y la narrativa, asoma su divisa en la aseveración de ese personaje suyo que plantea que “no cualquiera entiende que estar concentrado no es lo mismo que ír distraído, y mucho menos está al tanto de las numerosas oportunidades que brinda el día, a ella al menos, para concentrarse”. Ese es el caso de Keila, que va por la vida buscando historias con su ojo de fotógrafa, y buscando fotos con su vena de narradora.

Leer los libros de estos nuevos autores, además de haberme producido un gran placer, me permitió recordar algo que algunos, afanados por buscar la originalidad, pretenden olvidar. En literatura esta sólo es posible cuando un autor decide, con toda la modestia y la honestidad del mundo, tratar de serle lo más fiel posible a su modo de ver la vida. Sin aspavientos ni rebuscamientos innecesarios. Apartando por igual del pudor y la vanidad.

Concluyo señalando que podemos sentirnos esperanzados de estar asistiendo al surgimiento de una novísima generación de autores venezolanos. Autores que no sólo tienen historias qué contar, sino que además eluden las modas literarias e intentan cultivar su voz propia, sin valerse del inmaduro parricidio ni del síndrome de la orfandad. Autores como Martha, Mario y Keila, de los que sólo nos queda esperar que mantengan ese ímpetu y esa honestidad.

Sólo me resta felicitarlos, instarlos a que mantengan el compromiso por ese camino escogido y agradecerles el honor de poner en mis manos la responsabilidad de estas palabras de bienvenida a sus libros. Y, por supuesto, pedirle a todos los presentes que los apoyen; que compren sus libros y los lean, que los comenten con el mismo entusiasmo que ellos llevan por la vida, y que hablen de ellos como la buena noticia que son.

Muchas gracias.

 

Presentación de los libros: Qué impertinente manera de volver, de Martha Durán; Pasillos de mi memoria ajena, de Mario Morenza y Ana no duerme, de Keila Vall, editados por Monte Ávila Editores