En algún lejano antes, la vida del ser humano solo contenía dos estadios: niños y adultos. Había un momento ritual en la vida del primero en el que pasaba a ser adulto. En algunas regiones (lejanas en el tiempo o en la distancia) se trataba de un rito solemne. Importante. Como corresponde. Abandonar la niñez, para abrirse camino en una vida en la que recaerán sobre nuestros hombres las decisiones sobre nuestros pasos, es un asunto serio.
En algunos casos consiste en llevar por primera vez la comida a casa. Aludiendo a esas tradiciones ancestrales, de insertarnos en la cadena nutritiva del cosmos, la película Captain fantastic (Matt Ross, 2016), comienza con una escena donde el hijo mayor da caza, armado apenas con un cuchillo, a un enorme y hermoso ciervo. Luego de culminar la acción con éxito, el orgulloso padre, ofreciéndole el corazón de la presa, señala con lenta ceremonia:
-Today, the boy is dead. And in his place… is a man.[1]
Matar al yo infantil para dar paso al adulto.
Ser adulto es una responsabilidad. La vida es algo serio. Hasta los años sesenta, un día determinado los padres juzgaban que ya el niño no era tal y lo autorizaban a usar pantalones largos, en lugar de los pantalones cortos que usó durante toda su vida. En ese momento en que le bajaban los pantalones, comenzaba a cincelar la vida de adulto, haciendo cosas de adulto: trabajar como un adulto, divertirse como un adulto, matar y morir como un adulto, afrontar la vida como un adulto.
En un proceso lento que terminó por advertirse con la llegada de los años sesenta, se creó un estadio intermedio entre ser niño y ser adulto: ser joven. Un nuevo estadio en ese camino en el que ya no era un niño, pero no todavía un adulto. Y el mercado y la cultura se encargaron de diversificar el asunto, creando ropa para jóvenes, sitios para jóvenes, comida para jóvenes… todo un estilo de vida para vivir ese estadio preparatorio para los rigores de la vida.
Aunque más bien, sociedad hedonista al fin, lo convirtieron en un evasivo refugio del que cada vez más le costaba salir, estirando dicho estadio peligrosa y delirantemente, llegando a plasmar verdaderas excentricidades como adulto contemporáneo (o el más alucinante “juventud prolongada”), para justificar su incapacidad de asumir la condición adulta.
Entonces, con las bondades que pudo haber traído, sintiendo que tenía tiempo para producir esa transición con calma, se acabó con el rito en el que el moría un niño para dar nacimiento a un hombre. Y con ello, se fue desdibujando el compromiso. “A vida não é brincadeira, amigo / A vida é arte do encontró”[2] señaló con gravedad el poeta y cantautor Vinicius de Moraes, quien vivió el momento histórico en el que vio nacer ese estadio intermedio en Occidente.
Junto al desarrollo del relato de la juventud, que era una idea razonable, llegó el derecho formal a negar el compromiso de la vida, que fue una terrible consecuencia. Soltero y sin compromiso fue un lema que vendía un estado ideal. La soltería, ya se sabe, tiene mucha publicidad engañosa y el matrimonio, en cambio, mala prensa. Lo cual es fácil. Y es una trampa.
El sin compromiso pasó a ser un estandarte en la vida. Un estandarte tras el cual se le restaba gravedad a algo que, por sí mismo, lo tiene. Si la vida, que es un misterio que no hemos podido revelar, pierde asombro y, por ende, pierde gravedad, comenzamos a restarle importancia, primero, y a evadirla, después. Es decir, la vida sigue ofreciéndonos esas experiencias que nos harán conocerla en su verdadera dimensión, y nosotros, espantados y argumentando no estar preparados para ella, la evadimos. Y así el hombre atraviesa la vida sin sentirse preparado para la responsabilidad que viene en el paquete. Y para los hondos pero sutiles placeres que conlleva esas responsabilidades.
La vida es compromiso. Inevitablemente. De hecho, la vida es un compromiso con el tiempo. Y estar inmersos en el tiempo es estar inmersos en el dolor de la pérdida incesante. Esa eterna evasión adolescente a esta realidad, sin tratar de disfrutar de los hallazgos que la misma ofrece, produce una renuncia voluntaria a la vida. Por negarnos a ese inevitable destino, llegamos al pueblo de la vejez sin haber tropezado con el del adulto.
De allí la belleza de la palabra compromiso. Commitment. Toda la vida está inmersa en ello: compromiso, ante todo, con la vida. Pero luego compromiso con todo proyecto emprendido: familia, oficio, existencia.
La vida exige concentración. Camus decía que todos tenemos la peste y que había que estar muy atentos para no contagiar a los demás. Un solo descuido, una sola frase fuera de lugar, una sola imprudencia, y lo contaminamos todo. Como la peste. El compromiso es esa concentración. Es mantener a raya a la peste, atento a todo lo que hacemos y a entender que todo puede tener consecuencias inesperadas.
[1] Hoy, el niño está muerto. Y en su lugar… está un hombre.
[2] La vida no es broma amigo. La vida es el arte del encuentro.