Más que llegar primero

Un deportista logra controlar milimétricamente la compleja maquinaria de su cuerpo desde muy temprana edad, alcanzando, antes de los veinte años, un nivel extraordinario. Dependiendo del deporte, se supone que ya antes de los quince debe tener una clara vocación por la actividad a la que va a dedicar su vida.

Una fulgurante carrera lo acompañará unos intensos y breves diez o quince años. Excepcionalmente, un poco más que eso. A partir de los 35, y en todo caso en torno a los 40, toda esa inteligencia muscular y espacial comenzará a encontrarse con un factor que jugará en contra: el envejecimiento de la máquina. Tiene la experiencia, pero no la misma capacidad de respuesta.

Es decir, que además de las aptitudes naturales, un deportista debe poseer una cualidad inusual, un tesoro natural que lo hará destacar de la manada: una decidida y precoz vocación por el oficio elegido.

 

Tener claro desde muy temprano que se quiere hacer con esa escurridiza posesión llamada vida, el tiempo que nos sea dado poseerla, es un anhelo que raya en lo obsesivo en los tiempos que corren. De hecho se supone que las personas, ya con 17 años, deben haber sentido el llamado de la vocación que decidirá su formación académica. A esa edad, un muchacho que no sabe casi nada de la vida, que habrá tenido en todo caso un sexo torpe y que quizá no tiene muy claro el tipo de peinado que mejor le va, debe escoger la carrera que, se supone, lo hará levantarse de la cama todos los días de su vida para salir a ganarse el pan.

No suena muy sensato, pero así funciona el negocio. Al menos, en la vida modélica que desean los padres para sus hijos. Normalmente con la mejor de las intenciones, pero también con la esperanza puesta en aligerar la carga tan pronto como resulte posible. Y advirtiéndoles de ciertas decisiones que, según aseguran, podrá pesarles el resto de su vida.

Pero la realidad es que muchísima gente, incluso con un título que los acredita para ejercer determinada carrera, llega a los treinta años sintiéndose a la deriva, deseando tropezarse con esa energía que aligera toda carga, llamada entusiasmo.

 

A los cuarenta años, cuando los deportistas comienzan a pensar en el inevitable retiro, cuando comienzan a vislumbrarse como comentaristas deportivos o entrenadores, es muy normal que un escritor, por ejemplo, esté alcanzando sus primeras certezas estéticas. Cuando a un futbolista ya el cuerpo no le responde con la precisión que su mente concibe, la voz de un escritor empieza a sujetar las cosas tal como las visualizó.

A la inversa de los deportistas, es entonces cuando su maquinaria comienza a elaborar un elevado nivel de destreza de todas las herramientas que ha venido ensayando y cultivando durante los años y décadas previos.

De hecho, no son pocas las vocaciones tardías en el mundo de la literatura. O de demorados procesos de formación. Es el caso, por ejemplo, de Raymond Chandler, quien luego de haber desempeñado diversos oficios, fue a los 45 años que se dedicó de lleno a la escritura de relatos negros, publicando El sueño eterno, su primera novela, a los 51 años de edad.

Similar circunstancia fue la de la estadounidense Annie Proulx, autora de Brokeback Mountain, relato que dio origen a la famosa película del mismo nombre, quien ganaría el Pulitzer a los 58 años con su segunda novela: The Shipping News. O el publicitado caso de Stieg Larsson, el novelista sueco que moriría a los 50 años, a los pocos días de haber entregado el manuscrito del tercer y último tomo de su saga Millenium, la cual había iniciado apenas unos tres años antes.

Y así, la lista de vocaciones tardías no es corta. O, más bien, de esos lentos procesos de cocción de la voz propia. Es conocido el caso de José Saramago quien, a pesar de haber publicado una novela de juventud, no fue sino en sus sesenta que se dedicó de lleno a la literatura. O del Nobel húngaro Imre Kertész, quien comenzó a publicar a los 46 años.

Entre nosotros, tan dados a la precocidad de toda naturaleza, no faltan casos de reconocidos novelistas que podrían considerarse tardíos. La prolífica Ana Teresa Torres, por ejemplo, autora de más de quince títulos, publicó El exilio del tiempo, su primera novela, a los 45 años. Igualmente se puede citar el caso de Federico Vegas, quien publicó su primer libro de cuentos, El borrador, a los 36 años, pero se daría a conocer entre el público con Falke, su segunda novela, publicada cuando contaba con 55 años.

 

La vida es un camino que viene sin manual de instrucciones, no un proceso en serie. Cada cuál está llamado a conseguir su ritmo y a intuir el momento propicia de acometer sus propias aventuras. El compositor mexicano José Alfredo Jiménez nos legó una sabia sentencia que sintetiza el punto: no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar. De eso se trata: de saber llegar, ajeno a toda presión distinta a estar atento a la aparición del momento oportuno.

De memorias y fantasmas

«Ahora sabemos que los recuerdos no están fijos ni congelados (…) sino que se transforman, se disgregan, se reensamblan y se recategorizan con cada acto de recordar.»
Oliver Sacks

 

Si los recuerdos viven dentro de nosotros, y si todo lo que está vivo se mueve, ¿por qué no lo iban a hacer aquellos cada vez que los convocamos? Siendo así, ¿qué de lo que se cuenta no es ficción siendo que toda memoria es alteración? ¿Qué no es real siendo que toda recreación parte de nuestra experiencia? Más aún, ¿qué de aquello que damos por testimonio fiel no está contaminado del anhelo de lo que pudo haber sido y no fue?

Toda historia es una reinvención de la realidad, no la realidad. Por ello, no es importante buscar cuánto en ella hay de verdad y cuánto de mentira, sino cuánto hay de conmovedor. Después de todo, cada emoción contiene su propia verdad.

 

Para resguardarlos del olvido convertimos los recuerdos en palabras que arman relatos. Que les dan sentido. Pero en cada nueva versión se van alejando de la impresión inicial, para convertirse en la expresión de lo que decidimos contarnos. Los momentos inolvidables de nuestras vidas son, en última instancia, símbolos de algo. Por eso, para irse acercando a ese símbolo, siguen mutando.

Importa menos cómo sucedió que lo que terminó simbolizando.

Estamos hechos de ingredientes tan inasibles como los arrepentimientos por lo que hicimos o dejamos de hacer, las percepciones de lo que fuimos o lo que vivimos, afectos, dudas, culpas, rencores y empeños. Al fin y al cabo, la vida que juramos haber vivido está hecha de la misma materia que los fantasmas.

 

Los fantasmas de estos relatos dibujan un arco en la vida del personaje, sin verdades absolutas ni certificación de origen. Son historias bañadas por las aguas de lo que fue y de lo que pudo ser. De momentos que creo recordar y lo que di por sentado que sucedió. Metáforas, en fin, que sirven para asentar nuestro errático paso por la vida. Y como tal, y no como otra cosa, se aconseja que sean leídas.

No en balde, se llama La vida feroz

“Podrás ser más talentoso que yo, podrás ser más inteligente que yo, pero si los dos nos subimos a una cinta de correr, va a pasar una de dos cosas: o tú te bajas primero o yo me voy a morir.”
Will Smith

lavidaferoz (portada)Dicen que si eliminásemos todas las arañas de la faz de la tierra, al poco tiempo moriríamos aplastados bajo el peso de las nubes de moscas. Exagerada o no la afirmación, si algo sí es cierto es que más allá de las antipatías que, por capricho o arbitrario sentido moral, nos produzcan ciertas especies, en la vida natural no hay buenos ni malos. Cada uno cumple su rol en ese diseño de fino equilibrio. Y lo hace todo lo bien que lo sabe hacer.
La energía que pone a andar al mundo es una infinita lucha de fuerzas que se oponen unas a otras, perdiendo a veces, ganando otras pocas, cambiando de lugar cada tanto, a fin de producir ese equilibrio. Un equilibrio que no siempre se entiende, pero parece estar mejor diseñado de lo que uno creería.
Ni modo, no nos fue concedido leer la letra pequeña del contrato.
Es por eso que a veces la gente ni sabe contra qué lucha. En ocasiones ni siquiera se percata de que lo hace. No se ha detenido a pensar en ello y se levanta todas las mañanas a hacer lo de siempre. Precisamente: luchar, pero como nació haciéndolo, no lo ve de esa manera.
Bien visto, el asunto no es tan malo. Eso de enfrentar adversidades con mínimas posibilidades de éxito, resulta tan agobiante que conviene vivir en la inocencia. Sobre todo porque la última de las contendientes ha resultado imbatible en todos sus combates.
(Sí, esa: la Abuela, la Doña, la Vieja, la Patrona, la… esa misma.)
Por tanto, la única estrategia para seguir sobre el ring, volviendo al centro tras cada contienda, es no pensar demasiado en la cuestión.

La lucha por sobrevivir es lo que mantiene el equilibrio. Pero no peleamos en igualdad de condiciones, peleamos contra la máquina. Cualquiera, con un poco de cultura de videojuegos, sabe de qué estamos hablando. Es una lucha diseñada para que sintamos que podemos ganar y, con la carnada correcta, nos engolosinemos con esa posibilidad. No en vano, cuando se le pone la suficiente persistencia, la máquina nos otorga victorias parciales. Pero es la máquina, no lo olvidemos, y tiene —como los casinos— el asunto bajo su control.
Celebraremos cumpleaños, rememoraremos polvos inolvidables, experimentaremos instantes apoteósicos, la buena fortuna nos acompañará un trecho, nos levantaremos a la persona que tanto nos gusta, conseguiremos el cargo por el que tanto nos afanamos, ganará nuestro equipo, le diremos sus tres vainas al que nos tenía hartos, llegaremos a sentirnos gloriosos, plenos, felices… nos parecerá, en fin, que vamos entendiendo las reglas del juego. Pero jamás debemos olvidar que, no en balde, se llama La vida feroz.
Y tampoco, que nada nos debe quitar las ganas de jugarlo.