Atrás queda la tierra, de Arianna de Sousa-García

Me tomó tiempo decidirme a leer este libro. Sabía que dolería y cuando uno está adentro de ese país del que la autora habla, no es más dolor lo que uno deliberadamente busca. O no, al menos, ese dolor tan conocido y palpado a diario. Pero un día me asomé a sus páginas, dejando que fuese su propio discurso, pero sobre todo su propio ritmo, el que decidiera si seguía adentrándome en sus páginas o lo seguía postergando.

Era una serena mañana de domingo. Tras las primeras líneas, ya no pude parar.

Yo suponía lo que me iba a encontrar, y no me equivoqué. Pero lo que no me esperaba era que quedaría atrapado en una prosa que logró de forma impecable lo que suele hacer el arte: ofrecer una mirada que, aún siendo la realidad que veo a diario, está tan arropada por el misterioso velo de la belleza, tan ajena al ruido que no nos deja mirarnos con serenidad, que me hizo quedarme con Arianna, con su camino, sus reflexiones, sus dudas, hasta la última página.

Escrito como una carta para su hijo, con el rigor de la periodista, pero también con la sensibilidad de la madre, la hija, la mujer, la joven que debió atravesar el periodo más oscuro de nuestra historia y decidió asentarlo, Atrás queda la tierra es también una carta para todos los venezolanos del futuro, para que sepan o no olviden todo lo vivido. Para que jamás vuelva a repetirse. Es una carta para su hijo, pero también para los que se aferran a propagandas o a dogmas, olvidando que, ante todo, estamos hablando de seres humanos y sus vidas. Es una carta también para los que quieren saber por qué 8 millones de personas han huido de un país rico en recursos naturales. Para los que dudan y para los que necesitan que alguien le preste las palabras para explicarse.

Son muchos los testimonios que se han escrito sobre la Venezuela actual. Voces urgentes que desean contarle al mundo lo que no se puede atrapar en unos pocos párrafos noticiosos ni en unos análisis teóricos. Voces que se empeñan en que no se olvide lo vivido. Todas aportan algo a ese gran cuadro del horror. Atrás queda la tierra se suma a esas voces, ofreciendo el testimonio desnudo, no de los hechos (aunque se sustente en ellos, como buena periodista), sino de algo más humano, valioso e inasible: de los recuerdos, reflexiones y búsquedas de la autora por darle forma al dolor, al desasosiego, a la incertidumbre de saber que irse del país no basta para recuperar la calma arrebatada ni sentirte a salvo del horror. Es un largo monólogo para ese hijo que crece haciéndose preguntas sobre su propia vida. En este testimonio la autora trata de ordenar el relato de esa vida y lo comparte con los lectores.

Es un libro breve, contundente, honesto y hermoso que no pretende otra cosa que preservar su propia memoria. Léalo y regálelo a los amigos que ha hecho en su nuevo destino, ese que parecía algo momentáneo pero que, en tanto pasó el tiempo, como dice la autora, terminó siendo  la vida.  De hecho, si decide acercarse a una comprensión de esta larga, compleja y dolorosa historia de la Venezuela contemporánea, Atrás queda la tierra es un extraordinario punto de partida.

Gracias, Arianna de Sousa por compartir tu camino, tu soledad, tus temores y tu amor por tu hijo con los lectores.

Es un libro duro pero escrito desde ese lugar seguro que es la belleza. Y ella siempre amortiguará un poco ese inevitable dolor de estar vivos.

Una vida que merece ser contada

Toda historia es la historia de un desplazamiento. Toda narración supone un movimiento entre dos puntos, visibles o inasibles. El músico argentino Fito Páez señaló con lucidez que para crecer hay que traicionarse. Apelaré esa sentencia para traicionar un pudor que me impedía contar anécdotas de quienes ya no están, porque siempre he sentido que una historia que incluye a alguien ausente, entraña la involuntaria deslealtad de las historias con una sola versión.

Pero toda historia es la de un desplazamiento. Así sea de las propias convicciones. Es así como la mañana del pasado domingo me desperté (literalmente) con la noticia de la muerte del gran fotógrafo Luis Brito. Leer su nombre asociado a la muerte me resultaba, más que triste, desconcertante. Un nombre que remite a su timbre de su voz, alegre y áspera a un tiempo, a su vitalidad, a su inquieto deseo de hacer.

Leer su nombre me remite a una tarde de 2007 en la que, preparando los detalles para la edición de mi novela La huella del bisonte, necesitaba una foto para la solapa. Yo no conocía a mucha gente, y menos a muchos fotógrafos. Recordé entonces que, cuando viví en La Victoria, había asistido y departido brevemente con tres fotógrafos que habían ido al Ateneo de esa ciudad a dar una charla: Nelson Garrido, Ramón Lepage y Luis Brito. Yo era joven y tímido (disculpen la redundancia), pero la holgura con la que se movían, sobre todo Garrido y Brito, me hacía pensar que los creadores eran tipos que hacían de toda acera su acera. Recuerdo que me pidieron que los acompañara a buscar, en una calle perdida de la ciudad, la casa de una señora que, según habían oído, hacía unas tortas sublimes.

Luego de ese día, nos tropezaríamos un par de veces. En mi temeridad, eso sería suficiente motivo para permitirme buscar el teléfono de uno de los más prestigiosos fotógrafos del país y contarle mi problema. No sé si se acordó de mí, pero sé que me citó a su casa y, ante mi pregunta, me dijo que llevara una torta.

Estuve puntual ese día. Con mi torta, claro. Al verme me regañó. Que la torta era jodiendo. Que a los panas no se les cobra. “A los panas”. Ese espléndido tipo, con el que había departido un puñado de veces, me decía que a los panas no se les cobraba. Y no sólo me hizo un maravilloso retrato, luego de una minuciosa y demorada sesión como si fuese para una galería, sino que al mostrarle una foto  y preguntarle qué le parecía para la portada, me dijo: “Yo puedo hacer esa vaina mucho mejor”, señalándome los errores que, a su juicio, tenía la foto, a la vez que, dirigiéndose a Lennis, que me acompañaba, le preguntó: “¿Tú tienes los pies bonitos?” y, sin esperar respuesta, nos citó para el día siguiente donde, en unas escaleras al lado de su edificio, tomó la bella foto que sería la portada del libro.

Luego de esa tarde y de haber ido a tomar fotos en la presentación del libro, cada vez que nos tropezábamos en una marcha, en un encuentro artístico, en una calle, me regalaba un saludo que me hacía sentir entrañable. No sé si yo había hecho algo para merecerlo. En todo caso, era su forma de celebrar la vida.

La persona que soy hoy se siente ajena de todas y cada uno de las que fue. No sé si uno crece, pero sé que se traiciona. Es maravilloso poder ver desde algo tan vivo como el corazón, cómo hay nombres que siguen inalterables.

El fotógrafo Antolín Sánchez colgó en su muro de facebook unas fotos en las que aparecía Luis Brito, enérgico, vital, alegre, como solía ser, retratando a un grupo de personas frente a un café. Las fotos correspondían al día anterior de la noticia de su muerte.

Haber conocido a alguien que estuvo hasta el último minuto ejerciendo el apasionante oficio de vivir, mueve más a gratitud que a tristeza. La gratitud de haber tenido el placer de conocer vidas dignas de ser emuladas.

No me jacto de mis amistades. En última instancia me resigno a mis afectos. A la admiración que siento  por ciertas personas que he tenido la dicha de conocer. Y si bien toda historia es la historia de un desplazamiento, la vida se desplazó por la existencia de El Gusano sin haber agrietado su vigor, su entereza y su prodigalidad.

Colocado el punto final, su historia es una celebración a la vida. Una vida que merece ser contada.

El «Tema», de Lucas García (prólogo)

No se puede hablar de Derechos Humanos, de violencia, de autoritarismo y de arbitrariedad desde afuera. No en Venezuela. Todo el que vive o ha vivido dentro de su territorio ha padecido el abuso de autoridad, la violencia del poder, la ausencia de Estado de Derecho, en cualquiera de sus manifestaciones. Nadie que escriba de la brutalidad de la vida cotidiana en Venezuela lo puede hacer desde la observación aséptica. Todo el que la narra lo hace desde adentro. Desde lo sentido y padecido. Por eso, en Venezuela, todo registro del desmantelamiento institucional del Estado es, de alguna manera, un testimonio. El que escribe sobre las actuaciones del FAES en los barrios caraqueños ha conocido la represión de las protestas o la matraca de las alcabalas. El que escribe sobre abuso de poder de los comisarios vecinales, ha debido “ceder el paso” a la caravana de escoltas motorizados de una camioneta blindada que no está dispuesta a desplazarse por la autopista esperando su turno.

El Tema, como sintetiza Lucas García París el fenómeno, nos atraviesa. Está en la estructura de una sociedad autoritaria que, por decir algo inocente pero revelador, tiene dificultades para manejarse con el disenso, con la opinión adversa. Esa propensión contribuye a que el Tema se normalice. Y ha estado tan presente entre nosotros que tuvimos que verlo desbordarse y carcomerlo todo para que notáramos su presencia.

 

Contar parece fácil, pero es una operación compleja. Contar desde ese artificio que es el texto literario, pasa por hacer visible aquello que, de tanto que está entre nosotros, se ha vuelto parte del paisaje cotidiano. Detectar esos detalles que lo muestran y saber convertirlos en imágenes elocuentes, reveladoras. Contar, entonces, pasa por escoger lo significativo de la realidad que se cuenta. Y contar en imágenes supone, además, un complejo ejercicio de concisión y síntesis en cada representación gráfica de la realidad que se muestra.

Y es lo que hace Lucas García París en El Tema. No solo nos cuenta, desde la primera persona, desde el testimonio directo, desde su condición de víctima aleatoria de una violencia vista como una forma natural de ejercer el poder; sino que además lo hace con pasajes concisos y elocuentes extraídos de la memoria retrospectiva del que sabe que el monstruo siempre ha estado ahí, y para demostrar que ahora solo está desbordado se va hasta las raíces para hacernos acompañarlo en un recorrido por algo que toma todos los rincones y adopta todas las formas posibles.

Por eso es “el tema”. Está ahí aunque no lo veas. Corres el riesgo de alimentarlo aunque creas combatirlo. Se agazapa en nuestras conversaciones, en nuestras actuaciones, en la presencia que nos amenaza permanentemente. El Tema ocupa todos los órdenes de la vida y se dedica a su razón de ser: amedrentar, coaccionar, someter. Son todas las formas que tiene el poder para sobrevivir a costa de la vida ajena. Como los vampiros. O los virus.

Es una anatomía (pero no desde el estudio sistemático, sino desde el ejercicio de la memoria) de cómo se ha ido pulverizando ese gran logro de la inteligencia humana que nos separó de la selva: el respeto a los Derechos Humanos. O, como dice el autor: Es de esas cosas de las que te acuerdas cuando te las quitan.

 

No se puede entender la vida en Venezuela sin recurrir a las historias personales. Los esquivos números, las posiciones partidistas, la estridencia de las redes, la censura y la autocensura, la rabia, el descomedimiento de gente desesperada que al fin agarró el micrófono, el cinismo del poder que sabe hacer uso del suyo, todo eso produce un aturdimiento que logra el cometido previsto: que no haya una verdad libre de sospecha. Ante ese panorama, el testimonio desnudo de quien habla sobre lo que ha vivido y lo que siente, sin deseo de convencer pero con esperanza de conmover, es el único acercamiento, aunque parcial, fragmentario, que nos permitirá alguna forma de comprensión de una realidad tan compleja. Al menos, de la voz que, para no extraviarse en el barullo, asienta su paso atravesando la selva oscura.

Eso es lo que ofrece El Tema: el testimonio de un autor que, por todo recurso persuasivo apenas se atreve a decir: así lo viví, así lo interpreté, así lo sentí.

Es un viaje aleatorio y personal a las entrañas del mecanismo que alimenta la violencia del Estado. Una cronología arbitraria de cómo fue creciendo el monstruo desde lo único que puede ofrecer el autor: su mirada y su memoria. Ese monstruo que, como los virus, tiene capacidad de contagiar, adaptarse, mutar y seguir creciendo hasta que no quede espacio de vida que no haya colonizado. Hasta hacerse normal. Esto es: volverse norma.

El Tema es un libro imprescindible para entender, en unas pocas anécdotas, cómo hemos llegado al punto en que nos encontramos.