Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer

Si el instinto permite al hombre preservar la vida, el peligro le permite sentirla en toda su misteriosa dimensión. Instinto y peligro han equilibrado la existencia del hombre desde que apareció sobre la superficie de la tierra, pero en tanto dejó de cazar su alimento para abastecerse en el automercado, fue aletargando sus sentidos, hasta dejar de comunicarse con su propia naturaleza.

En medio de ese largo sopor de la existencia contemporánea surgen, de vez en cuando, individuos que conservan la naturaleza indómita que requiere sentir ese equilibrio, esos cuyos corazones siguen escuchando lo que Jack London denominó the call of the wild.

Fue el caso de Chris McCandless, el hijo de una acomodada familia de la Costa Este norteamericana quien, en 1992, con 24 años de edad, se internó en los bosques de Alaska, decidido a vivir cazando su propia comida armado de una escopeta, escasos conocimientos sobre la vida salvaje y una confianza desmedida en su fuerza de voluntad. Y aunque sobrevivió tres meses, su cuerpo sin vida fue hallado finalmente en el interior del autobús abandonado que le sirvió de hogar durante su aventura.

Ese caso produjo una honda conmoción en la opinión pública norteamericana de entonces, la cual lo conoció en detalles gracias a un reportaje que suscribiese el montañista Jon Krakauer para la revista Outside.

Luego de un tiempo de recibir decenas de cartas con opiniones y testimonios de personas que aseguraban haber conocido al chico, Krakauer se lanzó en una expedición tras sus pasos, con el fin de, a través de los sitios que visitó, los testimonios de quienes lo conocieron y la correspondencia que sostuvo durante los dos últimos años de su vida, entender las razones de McCandless para embarcarse en una empresa que, a decir de los expertos, constituía un suicidio.

El resultado fue Into the wild (Hacia rutas salvajes, en la versión en español), un extenso reportaje de 285 páginas en el que logra reconstruir aspectos claves de la vida de McCandless: su infancia, sus antecedentes expedicionarios, las lecturas que lo embriagaron (Jack London, Leon Tolstoi y Henry David Thoreau, entre otros), su rencor hacia un padre autoritario y su deseo de escapar de una vida de comodidades que no podía darle lo que necesitaba: riesgo, aventura, capacidad de probarse a sí mismo y la desconcertante belleza de la vasta e indómita geografía virgen de los Estados Unidos.

Hacia rutas salvajes es una fina reflexión acerca de la ancestral lucha del hombre contra las adversidades y acerca de su imperiosa necesidad de reencontrar el vínculo perdido con la naturaleza. Pero también es un testimonio sobre ese umbral que, una vez que se atraviesa, resulta imposible devolverse: la experiencia de conocer las sensaciones que promete la vida en todo su esplendor, tal como nos fue dada. Ese umbral que hace sentir, a naturalezas como las de McCandless, que ya no es posible pastar en la mansa vida civilizada sin experimentar un hondo vacío existencial.

No haber entendido que se jugó y se perdió

Era el año 1963. El joven Rafael Cadenas, de entonces 23 años, publicó un homenaje a la derrota en un poema del mismo nombre. Cualquiera pensaría que esa palabra resulta ajena a una edad en que el ser humano se siente invencible, pero gracias a esa asimilación temprana, el poeta demostraba entender la importancia de avanzar a través de las sombras. Su alma vieja, que venía de regreso, lo alertaba a tiempo.

La derrota espolea y destruye cualquier vestigio de ego que termina por maniobrar en contra de nosotros mismos. Un verso de ese hermoso poema basta para entender cómo opera el mecanismo de ofrecer claridad a partir del dolor: “que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada”.

El centro, las luces, no dejan ver bien. El mundo se ve mejor desde la periferia, comentó en una ocasión el músico inglés Damon Albern.

 

Como el blues, la derrota sabe que ganar y perder son las dos opciones ante cualquier circunstancia. Y en esta ocasión se perdió. Nadie dice que no pueda volver a levantarse, pero luego de haber aprendido a sintetizar la rabia, sublimándola y poniéndola a trabajar a favor.

Entendiendo lo que está haciendo falta entender.

La derrota sabe que lo importante no es el resultado sino el camino. Que la esencia está en el eje, no en la rueda. Que la única ganancia posible es lo que se aprende, lo que realmente se puede añadir a la propia vida.

Buena parte de la mejor música y la gran literatura del mundo fue hecha desde la derrota, desde el dolor. El blues sintetiza, con una sencillez y una eficacia asombrosas, siglos de aflicción, melancolía y desesperanza de generaciones de hombres libres, secuestrados y llevados a las remotas tierras de unos hombres despiadados que hablaban una lengua incomprensible. La impotencia de no poder rebelarse se fue condensando y se expresó en esas odas a la aceptación de la tragedia de la vida. Despojados de libertad, y minada toda simbología que sustentaba su dignidad, se dedicaron a demostrar que no habían sido despojados de su condición humana.

No en vano, Peter Levi señaló que Virgilio no comprendió el principio fundamental del mundo de Homero: “Que la poesía pertenece a los vencidos y a los muertos”. Es allí donde se desarrollan poderosas narrativas. Donde se hace visible lo invisible.

Señalaba Rilke que la tristeza, no solo hay que aceptarla y vivirla, sino que había que recibirla en soledad. Cuando nos enfrentamos a lo nuevo crecemos al abrir espacio a eso desconocido que entra en nuestras mentes.

“El rechazo hacia lo desconocido, no solo ha empobrecido la vida del hombre, sino que también ha cercenado las relaciones entre los seres humanos, es como si hubiesen sido excluidas de un cauce con infinitas posibilidades, para ser abandonadas en un lugar baldío de la orilla, donde pasa”.

 

Creer que nuestra propia derrota debe importarle a todo el mundo equivale a no haber entendido que se jugó y se perdió. Que no hay más reglas. Que no hay árbitro sin intereses. Y el que no entiende el proceso que está viviendo, y su rol en él, nunca podrá sacar nada de provecho de su situación. Desarrolla un espíritu de resentimiento y no el de comprensión del lenguaje del dolor. El resentido busca venganza. El derrotado, redención. El resentido se envenena, el derrotado aprende a convivir con el demonio y asimila su poder. El resentido produce guerra. El que conoció la derrota, produce poesía.

La soberbia es un peligroso antídoto al que se acude para eludir la derrota. Y no hay nada más inútil que pretender contrariar a la realidad. La derrota no es algo definitivo, pero es algo real. Es parte de un proceso que hay que vivir para revisarse y sacar las conclusiones pertinentes.

La derrota tiene su estética. Y, como toda estética, quiere comunicarnos algo. Nos dice, como la enfermedad, que algo anda mal. Y nos manda a la cama, a repensar la vida. A sanar aquello que nos está aniquilando. Nos diezma para preservarnos. La correcta asimilación de ese proceso siempre hará la diferencia.

Más que llegar primero

Un deportista logra controlar milimétricamente la compleja maquinaria de su cuerpo desde muy temprana edad, alcanzando, antes de los veinte años, un nivel extraordinario. Dependiendo del deporte, se supone que ya antes de los quince debe tener una clara vocación por la actividad a la que va a dedicar su vida.

Una fulgurante carrera lo acompañará unos intensos y breves diez o quince años. Excepcionalmente, un poco más que eso. A partir de los 35, y en todo caso en torno a los 40, toda esa inteligencia muscular y espacial comenzará a encontrarse con un factor que jugará en contra: el envejecimiento de la máquina. Tiene la experiencia, pero no la misma capacidad de respuesta.

Es decir, que además de las aptitudes naturales, un deportista debe poseer una cualidad inusual, un tesoro natural que lo hará destacar de la manada: una decidida y precoz vocación por el oficio elegido.

 

Tener claro desde muy temprano que se quiere hacer con esa escurridiza posesión llamada vida, el tiempo que nos sea dado poseerla, es un anhelo que raya en lo obsesivo en los tiempos que corren. De hecho se supone que las personas, ya con 17 años, deben haber sentido el llamado de la vocación que decidirá su formación académica. A esa edad, un muchacho que no sabe casi nada de la vida, que habrá tenido en todo caso un sexo torpe y que quizá no tiene muy claro el tipo de peinado que mejor le va, debe escoger la carrera que, se supone, lo hará levantarse de la cama todos los días de su vida para salir a ganarse el pan.

No suena muy sensato, pero así funciona el negocio. Al menos, en la vida modélica que desean los padres para sus hijos. Normalmente con la mejor de las intenciones, pero también con la esperanza puesta en aligerar la carga tan pronto como resulte posible. Y advirtiéndoles de ciertas decisiones que, según aseguran, podrá pesarles el resto de su vida.

Pero la realidad es que muchísima gente, incluso con un título que los acredita para ejercer determinada carrera, llega a los treinta años sintiéndose a la deriva, deseando tropezarse con esa energía que aligera toda carga, llamada entusiasmo.

 

A los cuarenta años, cuando los deportistas comienzan a pensar en el inevitable retiro, cuando comienzan a vislumbrarse como comentaristas deportivos o entrenadores, es muy normal que un escritor, por ejemplo, esté alcanzando sus primeras certezas estéticas. Cuando a un futbolista ya el cuerpo no le responde con la precisión que su mente concibe, la voz de un escritor empieza a sujetar las cosas tal como las visualizó.

A la inversa de los deportistas, es entonces cuando su maquinaria comienza a elaborar un elevado nivel de destreza de todas las herramientas que ha venido ensayando y cultivando durante los años y décadas previos.

De hecho, no son pocas las vocaciones tardías en el mundo de la literatura. O de demorados procesos de formación. Es el caso, por ejemplo, de Raymond Chandler, quien luego de haber desempeñado diversos oficios, fue a los 45 años que se dedicó de lleno a la escritura de relatos negros, publicando El sueño eterno, su primera novela, a los 51 años de edad.

Similar circunstancia fue la de la estadounidense Annie Proulx, autora de Brokeback Mountain, relato que dio origen a la famosa película del mismo nombre, quien ganaría el Pulitzer a los 58 años con su segunda novela: The Shipping News. O el publicitado caso de Stieg Larsson, el novelista sueco que moriría a los 50 años, a los pocos días de haber entregado el manuscrito del tercer y último tomo de su saga Millenium, la cual había iniciado apenas unos tres años antes.

Y así, la lista de vocaciones tardías no es corta. O, más bien, de esos lentos procesos de cocción de la voz propia. Es conocido el caso de José Saramago quien, a pesar de haber publicado una novela de juventud, no fue sino en sus sesenta que se dedicó de lleno a la literatura. O del Nobel húngaro Imre Kertész, quien comenzó a publicar a los 46 años.

Entre nosotros, tan dados a la precocidad de toda naturaleza, no faltan casos de reconocidos novelistas que podrían considerarse tardíos. La prolífica Ana Teresa Torres, por ejemplo, autora de más de quince títulos, publicó El exilio del tiempo, su primera novela, a los 45 años. Igualmente se puede citar el caso de Federico Vegas, quien publicó su primer libro de cuentos, El borrador, a los 36 años, pero se daría a conocer entre el público con Falke, su segunda novela, publicada cuando contaba con 55 años.

 

La vida es un camino que viene sin manual de instrucciones, no un proceso en serie. Cada cuál está llamado a conseguir su ritmo y a intuir el momento propicia de acometer sus propias aventuras. El compositor mexicano José Alfredo Jiménez nos legó una sabia sentencia que sintetiza el punto: no hay que llegar primero, sino hay que saber llegar. De eso se trata: de saber llegar, ajeno a toda presión distinta a estar atento a la aparición del momento oportuno.