El que recibe se somete

La condición biológica del hombre lo lleva a usar la energía con sentido de economía. Su condición espiritual lo conduce a usarla con sentido de belleza; esto es, preferir lo difícil, que lo entiende como la única forma de crecer. Su yo animal se preserva porque desconoce el misterio. Su yo trascendente también, pero le basta con intuirlo para alimentarlo.

Teniendo presente lo anterior, la comodidad es una fruta de aspecto atractivo que encierra un dulce y letal veneno. Su aspecto es tan seductor que la gente invierta una nada desdeñable cantidad de energía buscando, no ya estar cómodo, sino tratando de acomodarse. De alcanzar un estado de comodidad.

Un claro ejemplo de paradoja que contradice la esencia de esa búsqueda.

A diferencia de estar cómodo, acomodarse es una conjugación que piensa en el futuro. Es decir, se esfuerza ahora para estar cómodo luego.

 

Como quien promete encantos que nunca pensó entregar, la comodidad es una timadora que tiene por objeto, no la placidez, sino la subyugación de la víctima que cae en su trampa. Y, como la promesa de los encantos que se asoman, hay que tener mucha fuerza de voluntad para resistirse.

Pero, como dicen por ahí: no hay almuerzo gratis.

El poder es esa vecina veleidosa cuyo sentido de la economía radica en una lógica según la cual alimentar la promesa de jugosos placeres futuros con exiguos placeres actuales es más barato que tener que entregarlos en realidad. Su gran truco radica en prometer que compartirá una torta que tiene reservada exclusivamente para sí.

Los ejemplos, como migajas en el plato donde estuvo la imaginaria torta, abundan.

El que da subyuga. El que recibe se somete. No hay que ser un experto en política para intuir que la palabra totalitarismo tiene una estrecha relación con esa obsesión de controlar todos los aspectos de la vida del ciudadano. Hasta los aparentemente más inocuos, como divertirse.

Esas condiciones propician en la persona (la víctima) tomar la decisión de acomodarse. Más aún, asimilarla, convertirla en la decisión por defecto.

La dificultad principal de cultivar la congruencia, estriba en que nos exige ejercer acciones incómodas y trabajosas. Fijar una posición, pero no tanto de forma pública como, ante todo, de forma íntima. Ejerciendo testarudos (y perseverantes en su ejecución) verbos opuestos a irse acomodando. Esto es arduo. Por eso es virtuoso, porque es un triunfo sobre el laxo impulso de esforzarse solo para estar cómodo.

Los totalitarismos son formas de control que aspiran venderte todo lo que necesitas pero en las condiciones que ellos dicen. Es un pulso en el que lentamente van imponiendo hasta dónde y cuándo te diviertes, qué lees, dónde te encuentras con los amigos, de una forma tan sostenida que un día preferiste hacer como que no te dabas cuenta. Además, que siempre encontrarás una excusa auxiliadora para que tus opiniones no se contradigan con tus acciones.

Y te vas acomodando, para no perder tu ilusión de libertad. Y hasta de vida. Pero, en todo caso, quedarse incómodo o irse acomodando es también una decisión.

 

Y aquí emerge el asunto de fondo: hay una comodidad superior (una paz, una placentera congruencia, una estoica dignidad) en el hecho de apostar por la comodidad que ofrece alimentar la autonomía. Vivir a plenitud la aventura de la vida, con todo lo incómoda  que resulta. Amar lo difícil como una forma de abrazar la vida sin placebos. Vivir en la verdad, como dice Vaclav Havel.

Toda narrativa documenta una justificación, pero hay las que concentran su solidez en una ecuación que expresa que, cuanto más invisible el asunto que se quiere representar, más humano resulta y, por tanto, más poderoso su esplendor.

Prisionero de sí mismo para no serlo de los demás

Reduciendo el asunto a una explicación bastante sencilla, el temple es un procedimiento mediante el cual se somete al acero (u otros materiales) a condiciones térmicas extremas, para que adquiera una mayor consistencia y fortaleza. El proceso común es enfriar bruscamente en un cuerpo líquido un material calentado por encima de determinada temperatura.

Se templa para conseguir un material más fuerte.

Está tan claro el asunto que ni siquiera cabe ensayar símbolos con ello, más allá de apelar al clásico “lo que no mata fortalece”.

No en balde, el término supone, tanto ese punto de dureza que se da a un material elevando su temperatura para luego enfriarlo bruscamente, como la capacidad que puede tener una persona para enfrentarse a situaciones extremas sin perder la serenidad, es decir, su equilibrio. O, más precisamente, la capacidad de una persona de resistir cambios bruscos de las condiciones a las que se debe enfrentar, adquiriendo con ello mayor firmeza de carácter. Mayor fuerza íntima. Lo segundo es una clara muestra de cómo el lenguaje cotidiano ha sido invadido por lo metafórico, al punto de invisibilizar asombrosos hallazgos poéticos, maravillosas colisiones de imágenes, en medio del habla de todos los días. El concepto de temple también entraña, entonces, esa capacidad de resistir la adversidad sin desbaratarse. Es, a un mismo tiempo, procedimiento y resultado.

Temple, que supone firmeza, también es sinónimo de carácter. Decimos, indistintamente, que alguien tiene temple como decimos que tiene carácter. O firmeza. O presencia de ánimo. O fortaleza de espíritu. O equilibrio.

La fortaleza del carácter reside en la capacidad de mantenerse sereno, lúcido, calmado, ante las acometidas del veleidoso destino. O, dicho de otro modo, dado que la vida lo único que garantiza es incertidumbre, gracias al carácter el hombre enfrenta los obstáculos sin perder la calma que le permita tomar decisiones en frío, sin precipitarse ni dejarse presionar por el entorno.

El que pierde la calma pierde la lucidez. Con ella pierde, además, la soberanía sobre sus decisiones. Se vuelve un títere de las circunstancias. El que se sale de su centro con facilidad se vuelve transparente para quienes lo rodean, perdiendo autonomía. Se vuelve predecible, por lo que basta actuar de determinada manera para que esa persona tenga determinada reacción y, por ende, tome determinada decisión.

Le tocan los botones adecuados.

 

Venezuela tiene una larga tradición de caudillos, de “hombres fuertes”, de mandamases y gritones. La nuestra es una historia de cuarteles y sargentos que gritan para impedir el ejercicio de la reflexión en el otro. Nadie que lo piense un poco entrega la vida en contra de sus instintos. Por eso las arengas, los gritos, el narcotizante patriotismo, el culto a la obediencia, siempre han dado resultados cuando se trata de manipular a las masas.

Aquel que se para frente a una multitud solo debe gritar consignas y cerrar sus encendidas arengas con un “¡Carajo!”, para arrancar delirantes aplausos de la facción, presta para la batalla, desprovista de su individualidad y, por ende, de su capacidad para pensar por sí misma.

La guerra trastoca todo sentido de lo conocido por normal. La bondad pasa a ser un defecto y la crueldad una virtud. Pensar puede ser mortal mientras que actuar puede salvar la vida. Al crimen se le llama heroísmo y a la sensatez cobardía.

Una nación cuya historia republicana ha sido la de una larga y sangrienta batalla, tiene en sus haberes “naturales” un trastocado sentido de los valores, los cuales comienzan por convertir la ausencia de temple, en temple. El que pierde los estribos con facilidad y vocifera presa de sus humores, es considerado una persona de carácter.

Es decir, entre nosotros se considera “tener carácter” a la ausencia de temple, de fortaleza, y a la serenidad para meditar las acciones ante las circunstancias, por extremas y  vertiginosas que resulten, se le llama “no tener carácter”.

Que es como decir que el negro es blanco y el blanco es negro.

 

Adam Soboczynski, autor de libros como El arte de no decir la verdad, advierte que quien ríe como si fingiera es que no finge lo suficiente. “Cuando se dice de alguien que tiene una risa falsa, lo que se quiere decir en realidad es que su risa no es lo suficientemente falsa”. El ser humano es el único animal que se educa para aprender a controlar sus emociones y a exteriorizar sólo lo que considera necesario. O prudente. O conveniente. Vive prisionero de sí para no ser prisionero de los demás.

Y eso se logra con temple, con firmeza.

El que no controla sus emociones no solo carece de temple, sino que es poco dado a pensar lo que hace y es, además, poco elaborado en ese misterio que es la condición humana. O lo que es lo mismo, se libra del gobierno que ejerce sobre sí mismo, para sucumbir a la tiranía de los demás.

La enigmática bondad de leer

Hay afirmaciones tan propiciatorias del consenso general que despiertan una razonable suspicacia. Afirmaciones que lucen tan irrebatibles que, al enarbolarlas no parece importante tener un argumento a la mano que las respalde. Esas que más bien parecen “verdades”, y toda “verdad” que no ofrezca, a primera vista, la posibilidad de contradecirla, encierra el germen de la soberbia.

Son como dogmas religiosos. ¿Quién, por ejemplo, se opone a esos lemas que destacan las bondades de la lectura? ¿Quién, cuando escucha consignas que la favorecen, tendría un argumento presto a rebatirlas? Son tan cómodas, que quien recurra a ellas quedará como en sus fotos de perfil de Facebook.

Y no es que frases como “Leer es un placer” o “Leer es sexy” sean irrebatibles. Es que no parece sensato intentar enfrentarlas. No porque leer pueda no ser placentero o, más aún, sexy, dependiendo del criterio con el que cada persona mida lo placentero o lo sexy. Es que nadie, al menos en un país que da tanta importancia a relacionarse con eficacia, se atrevería a objetar las bondades (que no necesariamente pasan por lo placentero o lo sexy) de leer. Así el que lo afirme no pueda, tampoco, argumentar las bondades reales de la lectura. Ante esas frases, no queda otra alternativa que afirma o callar. Leer está bien.

Sin embargo, uno se enfrenta a momentos en los que es inevitable, no cuestionar las bondades de la lectura, pero sí el hecho de dar por descontado que la lectura, en sí, obrará el milagro de hacer de todo el que la cultiva, una persona cargada de los mejores valores de la civilización.

Es el caso de esas personas que poseen en su haber la lectura de muchas obras que abordan la complejidad de la condición humana y sus valores más sublimes, que son entusiastas del cine que explora de manera magistral nuestra contradictoria naturaleza y, además, consumen música sofisticada, pero que, sin embargo, nada de esto parece haber dejado marcas visibles en esos consumidores. O no, al menos, en sus conversaciones cotidianas, en sus posturas ante la vida, en su visión frente al mundo. Personas que no dan la impresión de ser más sabias, más sensibles, o con una mayor comprensión del entorno gracias a estas obras, las cuales en ocasiones ni siquiera han debilitado sus prejuicios.

Es un tema apasionante cuyos interlocutores por excelencia serían los libreros. ¿Cuántos de sus clientes reflejarán la magnífica hondura y sapiencia de sus lecturas? ¿Cuántos dejarán la sensación de haber digerido ese poderoso reservorio humano representado en los clásicos universales?

La lectura es una operación que se lleva a cabo entre dos (autor y lector) y dependerá del receptor qué tanto esa lectura influye sobre su espíritu. Las campañas para la lectura crean mercado para la industria editorial, lo cual es justo y necesario, pero no hay que olvidar que la misma, y el consumo de expresiones artísticas en general, son actividades que operan a cuatro manos (o a dos corazones) y si la persona que la consume no se está formulando preguntas, lo más predecible es que no consiga respuestas.

Leer no salva de nada ni hace necesariamente mejores personas, porque el universo que hay en los libros tendrá la traducción exacta que cada lector le dé, sea mezquino o generoso, optimista o desconfiado, abierto a la comprensión del mundo o prejuicioso.

Adoro ver gente leyendo en la calle. Me encanta que haya lectores. De entrada, porque veo un cómplice en cada lector con el que me tropiezo. Más si es un libro por el cual siento afecto. Pero se trata de una hermosa ilusión. La lectura es el encuentro de dos mundos. Una fórmula cuya reacción dependerá, en gran medida,  de una incógnita: la del insondable universo personal de cada lector. Ello hará posible que una misma lectura justifique la vida o la muerte. La luz o la oscuridad.

Leer es un placer. Un placer que entraña un fascinante monstruo: el de la libertad de acoplar lo leído al espíritu de cada lector. Ese encuentro, ese viaje sin instrucciones ni fórmulas, encierra la esencia de su enigmática belleza.