La poesía incómoda de Rafael Cadenas estuvo por Granada

Foto: Lennis Rojas

El 13 de octubre de 2015 se dio a conocer la noticia de que el poeta venezolano Rafael Cadenas había obtenido la duodécima edición del Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, como un reconocimiento al conjunto de su obra. Carlos Pardo, poeta y representante de la Fundación García Lorca, resaltó en nombre del jurado el valor de una obra «siempre lúcida, deliberadamente marginal y muy callada», agregando que es «muy arriesgada e incómoda con cualquier manifestación totalitaria del poder».

Pardo puntualizó que la poesía latinoamericana y española de los últimos sesenta años «no puede entenderse» sin la obra de Cadenas, a la cual se le debe «algunos de los momentos más importantes de la antipoesía de los años cincuenta». Este premio, al que concurrieron 43 autores de 18 nacionalidades, y que ha sido concedido a figuras de la trayectoria de Rafael Guillén, José Manuel Caballero Bonald, Tomás Segovia, Blanca Varela y José Emilio Pacheco, tiene una dotación de 30.000 euros.

Desde ese entonces, Venezuela celebra una vez más, no sólo una de las voces más sólidas de la literatura en lengua española, sino también una de las voces más lúcidas de cuantas nos quedan, tan imprescindibles en estos momentos borrascosos que vivimos. Los más oscuros de la Venezuela contemporánea. Una voz con el suficiente prestigio para, hablando desde la serenidad y la humana duda, obligarnos a callar y a prestarle atención.

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El silencio revela visiones. El que vive hablando tiene poco tiempo para observar. Cadenas camina por las calles de Caracas con paso ingrávido. Con su chaqueta y su maletín al hombro. Con su mirada viva y silenciosa, como el que mira con avidez por una rendija. Hablando consigo mismo. Sus pasos lo llevan a trazar rutas caprichosas. Se deja ver por Noctua, o por Templo interno, a  curucutear libros en silencio. Preferiblemente de ensayos o de poesía. Conversa algo brevemente, y sigue su camino. Que es como decir, sigue dialogando con su silencio, deshilvanando la ciudad violenta y tosca que lo cerca. Luego podemos verlo en El Buscón, buscando en silencio algún tesoro.

Pequeños privilegios para quienes hemos tenido que padecer días tan oscuros.

“Me sería muy difícil escribir algo que no esté cerca del habla, algo que no pueda también decir sin rubor. Es absurdo empeñarse en seguir escribiendo poemas `poéticos´, literatura `literaria´”, señala en sus Anotaciones, este poeta que, en efecto, logra mostrar el mundo que observa y medita con un lenguaje tan luminoso y sencillo que atraviesa los ardides con los que el poder pretende hacernos desconfiar hasta de lo que vemos y sentimos.

Y decir con serenidad y firmeza lo que piensa ha sido siempre una constante en Cadenas. Durante la rueda de prensa posterior a recibir el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, en 2009, señaló que: “adherirse a un partido no me parece aconsejable para el intelectual. Creo que el intelectual debe tener suficiente libertad para ejercer su oficio, que es el de la crítica”.

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Y este hombre que ha dedicado su vida a algo tan “sagradamente inútil” como la poesía, fue sin aspavientos, el pasado 19 de mayo, a la ciudad de Granada, a recibir el Premio Federico García Lorca, cuyo acto se llevó a cabo por primera vez en el Centro Lorca de Granada, en el marco del Festival Internacional de Poesía de esa ciudad.

“Este premio es un inmenso honor del que no he podido recuperarme. No se me malentienda: es que me ha conmovido sobremanera. Debo decir gracias. Una vez más tengo que usar esta palabra incansable”, señaló el poeta frente un auditorio embelesado ante la sencillez de sus palabras, agregando que “el premio significa mucho para mí, para los poetas venezolanos y para mi país, que está sufriendo más de lo soportable a causa de una crisis total de la que es responsable el actual régimen. Pero no voy adentrarme en esto, por lo demás muy sabido aquí. Ya habrá otra ocasión para hacerlo. Hoy es la poesía la que nos convoca con toda la gravitación, la sencillez y la generosidad de Granada”, recordando, además, durante su discurso, unas palabras que se han convertido en la prédica de una obra de contemplación y de humildad ante la belleza: «En realidad, no sabemos lo que es la poesía, pero la reconocemos cuando aparece, sea en el vivir, sea como escritura. Por eso se desliza en todos los terrenos y en todos los géneros. A veces, paradójicamente, no está en el poema.»

Dos semanas después estuvo en Casa América, en Madrid, para participar en un homenaje que se realizó a su obra y a presentar su más reciente libro: En torno a Basho y otros asuntos (Pre-Textos), acto que contó con la moderación de la ensayista venezolana Marina Gasparini Lagrange. En el homenaje participaron los poetas españoles Jordi Doce, Álvaro Valverde y Manuel Rico, así como el narrador venezolano Antonio López Ortega, quienes reflexionaron sobre diversos aspectos de la obra del poeta venezolano.

«El premio Federico García Lorca me honra tanto que ya no sé qué decir. Sólo quisiera ser digno de su memoria», señaló Cadenas apenas presentarse al podio. Luego volvió a leer las palabras de aceptación del Premio Lorca, en donde se paseó por algunas de sus lecturas y sus recuerdos de la Residencias Estudiantiles de Madrid. Luego leyó algunos poemas.

“Vivo. ¿A quién debo este honor? Mi alma vacila. Dante me acompaña a través de la noche soviética. Yo vago entre las ruinas de la Hélade. No puedo huir. Esconde los poemas, Nadezda. Apúrate. Cómo pudiste, César, destruir nuestra vivacidad. He abandonado toda esperanza a la entrada del campo. El único que habla ruso no podía olvidar. Un Dios perdona. Un semidios no. Los gritos se pierden en la vastedad de mi país», leyó en homenaje al poeta ruso Ósip Mandelshtam.

El de Cadenas es un tono reflexivo, ajeno a la prisa. Del que no habla demás. Ya basta su tono sosegado para que el oyente lo reciba como quien se prepara para una revelación. Como todo el que no usa el lenguaje de forma frívola. Poemas que se asombran, que agradecen, que respiran en silencio, viendo flotar la vida en torno.

“En la mañana me recibe una franja de sol sobre el piso del apartamento. Sentados a la mesa olvidan el árbol pero él no deja de estar ahí. Sombras veloces de pájaros dan vueltas en la acera y solo un transeúnte las ve. Sigilosamente ha entrado el árbol por el balcón al apartamento.”

Solo la voz despejada del que no encuentro sentido en discutir, solo el trabajo consecuente de un poeta que ha decidido habitar en el terreno de la humildad, solo un hombre que tiene por costumbre no hablar más de lo necesario, tiene el suficiente aplomo y autoridad para deplorar los abusos y atropellos de tiranías que, arropándose en el manto de la izquierda, han encontrado en la intelectualidad occidental palabras benévolas y descarados matices. Y ese hombre sereno que parecía sopesar cada palabra que recitaba, como si fuese un catador ante una prueba, es Rafael Cadenas.

Por tanto no fueron pocos los poemas que leyó sobre la situación del país. Y no se trataba de poemas militantes. No se trataba literatura comprometida. No en el sentido del compromiso a un dogma. Eran poemas a favor de la vida. Pinceladas tristes que le ponen voces a los acallados a la fuerza:

«Enemigo: La sangrante palabra enemigo toca puertas en son de guerra», leyó en un breve texto. O un haikú que señala: “Días del falaz relato / gritado por bocas enseñoreadas / Tan vacías que solo el poder las llena.”

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“No pertenezco al linaje de aquellos cuyo pensamiento se mantiene casi invariable durante toda su vida. Camino dejándome”, señaló Cadenas en una de sus Anotaciones. Y dejándose fue haciendo su camino aquel joven nacido en Barquisimeto, en 1930, que publicó sus Cantos iniciales en una imprenta local, en 1946, en su ciudad natal, texto que fue prologado por su coetáneo y paisano, Salvador Garmendia. Años después se involucraría en política y participaría en las huelgas contra Pérez Jiménez. Eso lo llevó, junto a otros 12 compañeros, a conocer la Cárcel del Obispo y la Cárcel Modelo. Un día, unos agentes de la Seguridad Nacional lo trasladaron al aeropuerto y lo montaron en un avión a Trinidad. De esa manera conoció también el exilio. Y al Partido Comunista por dentro, donde militó por un breve tiempo. El tiempo suficiente para desencantarse y entender que “lo que pensábamos del comunismo era una mentira”.

A su regreso de Trinidad, escribe y publica en Caracas Una isla (1958) y Los cuadernos del destierro (1960). De esa época, finales de los años cincuenta, principios de los sesenta, queda como testimonio el que quizá sea su poema más conocido: Derrota.

“Yo que no he tenido nunca un oficio…”

Ese poema se convertiría en un texto representativo de una generación, ubicándose a contracorriente de ese sentido épico que con una sospechosa grandilocuencia con tufo a prisa, a falta de carácter, a ausencia de reflexión, el venezolano dibuja su historia.

A aquellos poemarios le seguirían Falsas maniobras (1966), Intemperie (1977), Amantes (1983), Dichos (1992) y Gestiones (1992), títulos todos que evocan una musicalidad de obra clásica de la lengua, de bibliografía fundamental.

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Y en esta realidad atolondrada, testosteronizada, de poder sordo, de verdades ciegas y de hombres y mujeres enmudecidos por el dolor, realidad de bala y motos y crímenes impunes y manos que mueven hilos e indolencia y desesperanza, el poeta desliza una sentencia que nos recuerda su sutil pero imprescindible rol en este caos. “Los poetas no convencen. Tampoco vencen. Su papel es otro, ajeno al poder: ser contraste.”

Y así, con la sencillez que estuvo en Granada y en Madrid, volverá a andar por nuestras calles, recogiendo el mundo en torno, dándole forma y correspondencia con las palabras, sopesándolas y tratándolas con la reverencia que se merecen, como corresponde al que conoce el poder que tienen. Volverá a sus afanes, con humildad y timidez.

A hacer poesía, escrita o vivida.

Paura

Every man…..every man has to go through hell to reach paradise.
Max Cady

Dopotutto, a Caracas si vive come in qualsiasi città del mondo.

Si vive, si cresce, si cerca, si trova come dappertutto. Si perde, si vince, ci si innamora e ci si spezza il cuore, come in tutte le città del mondo. A Caracas si può trovare la sorpresa del primo bacio, del concerto d’addio, del primo amante, della riconquista inaspettata, dell’ultimo amore. Come in tutte le città del mondo. Probabilmente, come in tutte le città del mondo, a Caracas le persone possono anche aspirare ad essere felici.

Non fosse per la paura.

Orlandito aveva paura di essere diverso dagli amici con cui beveva birra nel pomeriggio, per questo ebbe molta cura di impegnarsi il minimo indispensabile nel lavoro di aiutante che aveva ottenuto in un istituto di informatica. E per lo stesso motivo aveva rifiutato i corsi che gli offrivano gratis, con tutto il pacchetto che la padrona chiamava “opportunità di miglioramento”.

Aveva paura della vecchia, dei suoi modi sicuri, del suo repentino interesse verso di lui, e del marito che lo guardava con sospetto ogni volta che passava dal lavoro. Non lo sapeva, ma ciò di cui aveva realmente paura era che la vecchia un giorno di quelli si stancasse e che lui rimanesse nel mezzo di nulla, uguale a nessuno, né a lei né ai suoi amici.

Per timore che gli amici credessero che lui cominciava a sentirsi superiore a loro per la nuova mansione, non solo rifiutò i corsi e le opportunità offerte, ma tra una birra e l’altra, si mise a vantarsi della propria malvagità, raccontando come la signora lo lasciasse con la cassa “a disposizione”. Non tardò a temere, per di più, che lo credessero debole, e per aver qualcosa da raccontare, cominciò a consumare piccoli misfatti.

Cioè, per paura, è passato dalle parole ai fatti.

La signora gli era così affezionata che era disposta a lasciar passare quei piccoli misfatti registrati dal bilancio finale di cassa; ma un giorno la paura la trafisse in sogno come il taglio netto di un rasoio e si svegliò sudando. Due, tre notti d’incubi con Orlandito come protagonista dietro un cappuccio, la obbligarono a raccontare tutto al marito.

Sapeva che con ciò avrebbe chiuso la porta all’impiegato, ma gliela apriva a sogni più tranquilli.

In ogni caso, già la paura avrebbe fatto in modo di regalarle nuovi incubi.

Orlandito poteva convenire che aveva infranto le regole e che era stato giustamente licenziato. Ma gli amici non la pensavano allo stesso modo. Soprattutto il cognato. E cominciò il bombardamento con argomenti “inconfutabili” che dimostravano quanto si sbagliasse. In più, includevano lo svantaggio nel quale restava lui dopo aver curato tanto l’attività a quella vecchia per poi rimanere con un pugno di mosche.

Allora, per paura di ciò che potessero pensare di lui, cominciò ad ascoltare prima, e ad accarezzare poi, il piano di suo cognato in una notte di bevute. Insomma, l’avevano preso in pentola e ne avevano cotto l’odio a fuoco lento in salsa di anice, senza che se ne accorgesse.

Una moto, un’arma ed il confronto, furono i suoi amuleti contro la paura.

Le informazioni di Orlandito e l’esperienza del cognato forgiarono una chiave capace di aprire qualsiasi serratura. Non c’era nessun punto debole, si ripeteva più volte la notte del giovedì per riuscire a dormire.

Il venerdì seguente, dopo aver revisionato più volte “il ballo di debuttante”, si misero in moto a gironzolare nei dintorni in attesa della nota vittima. Conosciuta da tempo; vittima dal momento in cui la puntasse con il freddo e metallico presagio, assieme alla precisa richiesta di abbassare il vetro per consegnare arrendevolmente la busta; colpo che il cognato di Orlandito battezzò: “Disoccupazione forzata”.

Ma la paura arriva sempre dove non è stata chiamata.

Loro si aspettavano i rischi tipici del mestiere. Ma per chi non si è fatto il callo era un campo minato. Era attraversare la frontiera di un paese in guerra. Provare uno squeeze play nel nono con due out, senza possibilità di successo. Camminare di notte per un vicolo sconosciuto. In tempo reale la questione ha un ritmo diverso. Più gente e più macchine per strada di quanto si aspettasse. Un paio di moto della polizia che attraversavano la loro strada. L’improvvisa certezza che tutti coloro che avevano occhiali, giacca, cappello o borsa, erano poliziotti che aspettavano una loro scivolata.

La paura, quindi. La paura nella sua forma elementare.

Il risultato? Arrivato il momento esitò un istante. Uno di quei momenti in più o in meno che sono stati gli autori materiale della tragedia o della fortuna di tanta gente. Le conseguenze? Quella che era una coreografia ben studiata divenne un ballo improvvisato free style. L’epilogo? Che nel vedere il modo in cui era scivolato un affare senza possibilità di “cadute”, la paura cominciò a suddividersi in parti uguali tra tutti quelli che dovevano entrare in scena.

La vecchia vide materializzarsi i suoi incubi (le ovaie le dissero che quello col cappuccio era Orlandito , senza dubbi) e, contrariamente ad ogni buon senso, non riuscì a trattenere l’urlo mentre accelerava la macchina e la schiantava contro un negozio a circa cinque metri di distanza.

Tutte le finestre di locali, uffici e automobili intorno cominciarono a dar prurito alla schiena di Orlandito. Ciò fece in modo che seguisse il percorso del veicolo con la canna della pistola e premesse il grilletto. Lo sparo fallito andò a sfiorare la coscia di un uomo che in quel momento camminava con la famiglia lungo il marciapiede. Che fortuna ebbe! (cioè, è entrato nella lista dei momenti che elargiscono fortune o tragedie). L’uomo, preso dal panico, si vide sanguinare la gamba e, all’improvviso, si rifugiò in un ristorante cinese lì accanto, nel quale una vecchia donna cinese sistemava tovaglie in solitudine. La vecchia cinese capiva poco lo spagnolo e l’unica cosa che voleva era che quella strana storia di urla e gambe sanguinanti e fracasso nel marciapiede restasse fuori dal suo locale. Lei non voleva guai. Sarebbe a dire, non voleva in nessun modo che si rispolverasse il suo timore delle autorità, le quali avrebbero chiesto documenti d’identità che non aveva.

L’uomo ferito non avrebbe potuto spiegare cosa gli era successo. Sapeva solo che sua moglie e sua figlia erano in salvo e che una macchina si era schiantata contro una parete a pochi passi da loro; che sentirono uno sparo che doveva essere in relazione con la sua gamba insanguinata. Perciò, la moglie dell’uomo fece uscire la sua paura e cominciò ad insultare la vecchia cinese, chiamandola insensibile. Questo, naturalmente, terrorizzò ancor di più la cinese, la quale si mise a brandire una forchetta lunga contro i suoi aggressori.

Nel locale accanto, anche loro ebbero paura quando sentirono il botto che fece tremare le pareti e, in mezzo alla polvere, videro emergere il muso di una macchina blu, come una balena metallica emersa dal profondo dell’oceano. Orlandito ed il cognato approfittarono della confusione per scomparire, lasciando dietro ognuno con la propria paura. Paura del rumore; di essere feriti senza sapere il perché; di non capire ciò che ti dicono; della polizia che arrivò sospettando di tutti; di essere accusati per qualcosa non fatta; di essere scambiati con quelli che sì l’avevano fatta; del lotto di tutti i giorni; di essere arrivati tardi o troppo presto.

 

E tanta paura smossa si sveglia quella dei poliziotti, che tra tutte è la più pericolosa, perché si traveste di “rispettabilità”, ma è più primitiva. E si sa che quando la paura si impossessa dei loro corpi, gli sfugge ogni buon senso.
E all’improvviso, come una valanga, come una tempesta che si annuncia, si ripiega e torna ad annunciarsi fino a scoppiare, si sparge per tutta la città, come un’entità dotata di vita propria, come una versione gigantesca del vecchio Pacman, divorando ogni organismo vivente, per prendere il controllo, mutando e cambiando aspetto per diventare più forte. Cibandosi. Come un virus.

E sono i poliziotti dando l’allarme via radio; ed è la gente che legge su Twitter d’una “rapina con feriti in pieno svolgimento”; e sono i posti di blocco dove cadranno i motociclisti che vengono dal lavoro; e sono gli stessi che fuggono e minacciano le auto che attraversano il loro percorso; e sono le persone che chiameranno i loro cari perche temono si trovino nella zona degli avvenimenti …Ed è la paura che sopravvive con tutte le maschere conosciute o meno: l’abuso, l’arbitrio, la violenza, l’indolenza, la diffidenza, l’odio…

E l’amore è pronto a tutto ma non può convivere con la paura. E si nasconde. E la città si arrende al branco.

Fino a nuovo avviso.

A Caracas si starebbe bene, dopotutto. Se non fosse per la paura.

Del libro: Caracas morde

Traduzione: Alix E. Rosales Fazio

Los buenos ciudadanos pasan la noche en la cama

toqueJesse Ball es un autor poco conocido en nuestro país. Decir poco conocido es una afirmación retórica. Se trata de un autor desconocido en nuestro país y, posiblemente, en buena parte del continente, cuyo talento llega a nuestras costas a través de Curfew (Toque de queda), una hermosa novela traducida por Carlos Gardini, para esa excelente editorial argentina dirigida por Luis Chitarroni llamada La Bestia Equilatera.

Ball (Nueva York, 1978) es un escritor norteamericano que dicta cursos de Escritura Creativa en la School of the Art Institute of Chicago. Toque de queda (2011) es su tercera novela y la primera en ser traducida al español, precedida por Samedi the deafness (2007) y The way through doors (2009).

Toque de queda cuenta la historia de William, un ex violinista que se gana la vida redactando lápidas, quien vive con su hija Molly, una inteligente niña muda de ocho años. William intenta procurar a su hija una vida normal, feliz, en el interior de su hogar, como forma de contrarrestar el opresivo ambiente que se respira en las calles de la ciudad en la que viven, regida por un gobierno totalitario cuyo mayor terror radica en que cada vez es más invisible.

Una ciudad sin nombre ni ubicación geográfica ni histórica. Una historia que alude a un tema que gravita sobre la larga y dolorosa experiencia humana al respecto. Una atmósfera kafkiana, inasible, perversa. Aterradora en su ausencia de formas.  Ese universo incorpóreo de un totalitarismo que, con sus arbitrariedades y abusos al azar, busca asimilarse entre los ciudadanos a una condición de destino inexorable. A suplantarlo (al destino) y volverse irreversible en la mente de sus víctimas.

William sabe que le resulta imposible controlar los elementos externos, por lo que se vuelca a producir una atmósfera “normal” dentro de los límites de su hogar. “Gran parte de su vida en los últimos años había consistido en tratar de que las cosas no empeorasen. Mediante una serie de hábitos, intentaba aislar y proteger la vida que llevaban Molly y él, para que nadie la invadiera ni la alterara”.

Pero en medio de esa “normalidad”, recibe información acerca de su esposa desaparecida (víctima del invisible régimen de terror) y, tras la pista de esa información, asiste a una misteriosa reunión una noche, retando el toque de queda. Para ello deja a Molly en la casa de los Gibbons, una pareja de ancianos vecinos quienes, a fin de distraerla, la invitan a hacer un montaje teatral con títeres, el oficio que tuvo toda su vida el señor Gibbons, en el que ella escribirá el guión.

Molly comienza a escribir el guión, que es su vida, y se lleva a cabo el montaje. En adelante la novela se bifurcará entre lo que acontece a William en la calle y la historia que va contando Molly para, finalmente, fusionar ambas historias de manera magistral.

Ball, además de novelista, es poeta. Un par de títulos así lo atestiguan. Pero también lo atestigua la destreza con la cual, con esos elementos, desarrolla una hermosa, poderosa y brillante novela. Pudo haberse sumergido en el melodrama. Pudo haber sucumbido al tono de la denuncia. Pudo haber contado una historia de suspenso. Pero prefirió demostrar que siempre se podrá volver a contar las mismas historias como si estuviésemos asistiendo a ellas por primera vez.

En Toque de queda se asoman sentimientos e ideas que no terminan de expresarse, pero no por impericia del autor, sino como una forma de manejarse dentro de los límites que se impuso a fin de empujar al lector a desentrañar sus códigos, a darle significados más poderosos a las escenas que, como una representación teatral, nos hace suponer que estamos ante una metáfora que resuena en diversos aspectos de nuestra propia experiencia humana.

Toque de queda traza una historia conmovedora y hermosa, sin recurrir a efectos  baratos. Una novela que, como toda buena novela, mueve emociones en nosotros  de forma invisible, como el gobierno totalitario que se respira en sus páginas, acudiendo a la ambigüedad y al poder del lenguaje, como cuando nos dice que “el gobierno no había emitido ningún comunicado oficial al respecto. No había toque de queda. Solo una declaración: Los buenos ciudadanos pasan la noche en la cama”.