Un mapamundi hecho de voces

Aunque miles, decenas de miles, millones de fotografías de todos los rincones de la tierra estén al alcance de nuestras pantallas, aunque google map nos permita “caminar” por las más inesperadas calles del planeta, nunca dejaremos de sentir ante esas imágenes la fascinación o el recelo que produce lo desconocido.

De hecho, aunque vivamos una época estrambóticamente visual que nos deja la impresión de no haber rincón de la tierra que no haya sido fotografiado y compartido en las redes sociales, no deja de estremecernos la evocación que palpita entre los pliegues de sonoridades como Estambul, Palermo, Toluca de Lerdo, Shiraz… Sonidos que contienen sus propios aromas, sabores, tonos y, sobre todo, sus peculiares modos de agenciar la vida.

¿Dónde existen las ciudades sino en los recuerdos de quienes caminaron por sus calles, atravesaron sus soledades y erigieron íntimos monumentos que atemperen la fugacidad de su paso? ¿Qué sentido puede tener una esquina, un puente, una callejuela, un banco de un viejo parque, sin una anécdota que lo proclame parte de una vida? ¿Dónde palpita ese universo de líneas, formas y colores hecho por el hombre sino en el latido de un corazón que dejó su rastro en algún rincón que hizo suyo?

Las ciudades son símbolos que nacen en los ojos de aquellos a quienes se les revelan. Por eso no bastan las imágenes si no hay quien cuente una historia que les otorgue sentido. Las ciudades son un tupido tapiz hecho de miles de miradas, íntimas y generales al mismo tiempo.

De esa certeza parte Gisela Capellín para hilvanar las historias contenidas en Lunas compartidas: de saber que no hay imágenes que tengan sentido si no evocan una historia. Si no entrañan el aliento de quien contó sus propios esplendores y desventuras al atravesar esos paisajes.

 

Cuando tuve este pequeño volumen entre mis manos, y antes de sumergirme en sus páginas, me pregunté qué me esperaría detrás de esa bella portada. Es el importante momento del acercamiento a un libro nuevo. El índice, confeccionado por una lista dispar y aparentemente aleatoria de nombres de ciudades, permitía conjeturar que se trataba de un diario de viaje. Luego descubriría que no lo era.

No, en rigor. Aunque de alguna manera sí.

En todo caso, cuando descubrí que se trataba de un coro de voces contando historias en escenarios heterogéneos, me resultó acertada la idea de apelar a las lunas como ese plural que congrega las singularidades de esos relatos personales. Después de todo, el sol es el mismo para todos. Las lunas, en cambio, son tantas como personas las contemplan. El sol testimonia nuestra vida cotidiana. La luna observa sigilosa eso que somos cuando nadie mira, y nos guarda el secreto. Es ella la que nos hace sentir únicos. La de los recuentos de vida. La que se comparte con quien dejará constancia de esas historias que algún día contaremos.

Lunas compartidas propone un viaje hilvanado por voces que relatan vivencias marcadas por las ciudades que les sirvieron de telón de fondo. Son historias que se construyen apelando a diversos recursos y procedimientos: desde crónicas de viajes hasta cuentos cortos. Desde anécdotas ligeras hasta melódicos perfiles, produciendo una disímil amalgama de tonos en los que no son infrecuentes ni los persuasivos arranques ni los finales que parecen agotarse en el camino de la revelación que asoman.

Muestras de una y otra cosa lo encontramos en las primeras líneas de Shiraz, con su capacidad de invitar a la aventura en brevísimas líneas, por una parte, o por la otra en el final de Estambul, cuya resolución deja escapar toda la energía acumulada a lo largo del relato dejando pasar la posibilidad de administrar la tensión de una forma más dolorosa y, por tanto, más indeleble para el lector.

Pero así de heterogénea es la condición humana. Hay experiencias más intensas y experiencias más ligeras, y todas tienen espacio en el gran relato humano.

 

En este breve volumen, mapa de lugares pero también de momentos, hay retratos espirituales de las ciudades, como en Budapest. Pero también velados homenajes, como en Praga, texto que ofrece un feliz arranque para esta aventura de ver las historias de la vida latiendo a lo largo y ancho de esta piedra sobre la que se cifran todas nuestras esperanzas y nacen todos nuestros miedos. Es un mapamundi que ofrece un tapiz, más que de coordenadas geográficas, de evocaciones sobre esa presencia humana que florece y se adapta a cualquier circunstancia y en todas encuentra belleza. Y si algo agradecerá el lector durante su paseo es el mérito de evitar los lugares comunes que suelen convertir a las ciudades en tarjetas postales.

Los libros son propuestas estéticas, pero también estilísticas. Un procedimiento muy practicado en la confección de este inventario geográfico, es el de propiciar un cruce entre dos universos con el fin de dar paso a un tercero que se revelará por contraste, produciendo resultados muy logrados. Es el caso del texto titulado “Tamarindo”, cuya sutil resolución nos recuerda que en ocasiones el misterio de la vida produce poesía cuando expresa la belleza de su humildad. En otros casos, esa revelación se produce en la superficie de los hechos, construyendo un fresco con diversos grados de densidad, como sucede con las historias con las que llenamos la tierra.

 

La finalidad de la literatura no es emular la vida, sino recrearla de forma de darle sentido, cargando de significados los momentos vividos para convertirlos en símbolos. Con más eficacia lo señaló Jorge Luis Borges, cuando afirmó que “un hecho cualquiera —una observación, una despedida, un encuentro, uno de esos curiosos arabescos en que se complace el azar— puede suscitar la emoción estética. La suerte del poeta es proyectar esa emoción, que fue íntima, en una fábula, en una cadencia”.

Ese es el trabajo que asumió Gisela Capellín en las ciudades que pueblan Lunas compartidas. Tocará a cada lector dar con aquellas de esas cadencias que podrá hacer suya.

Los invito a sumergirse en ellas.

Presentación de Lunas compartidas, de Gisela Cappellin, el 1/12/2021 en la Villa Planchart

La huella del bisonte (capítulo 1)

Un viejo dictador quiso tentar su fortuna y perdió un plebiscito que daba por ganado. Era 1988, año en que Irán e Irak finalizaron su estúpida guerra con un score de cero a cero, y el oso soviético inició su retiro de Afganistán. El mismo en que Raquel se mudaría de la casa en la que vivió buena parte de la vida de su hija, acatando las instrucciones del destino, llegadas bajo el pedestre formato de una orden de desalojo.

La tarde que recibió el documento cumplía treinta y cinco años. Cumplía, también, cuatro meses desempleada. El documento lo recibió su hija, que antes de saber de qué se trataba, se había sentido importante atendiendo la inusual visita del cartero. Con la carta en la mano, la mujer lloró y maldijo al viejo cara de sapo, y la chica la secundó sin tener muy claro las implicaciones del asunto. Una de ellas es que su bicicleta no la acompañaría al que sería su nuevo hogar.
Sin saber que disfrutaba del último agosto de esas calles despejadas, la niña se inclinó sobre los pedales para aumentar la velocidad. Luego de un par de enérgicas pedaleadas, se dejó caer con suavidad, inclinando su cuerpo hasta tropezar la punta del asiento. Aprovechando el impulso y la larga recta, atravesó la calle balanceando la pelvis hacia delante y hacia atrás con expresión ausente, sintiendo la vibración producida por las irregularidades del asfalto, que se expandía a todo el cuerpo cada vez que se inclinaba sobre el manubrio.

Aunque la tarde estaba fresca y la brisa le daba de lleno, una expresión concentrada endurecía su cara de niña. Rodó sin prisa hasta detenerse frente a una pared verde agua. La puerta estaba entreabierta. Con un empujón de la rueda delantera entró en la casa, dejando en el pasillo la bicicleta y su duro asiento de cuero negro, humedecido por el dulzor de su intimidad.

Sin detenerse a saludar, subió corriendo hasta su cuarto.

¿Te acordaste?, preguntó una voz desde la cocina.

Me baño y bajo, respondió sin aminorar la carrera.

La piel le brillaba por el sudor. Olvidó llevar a casa la fruta que la mamá le había encargado del abasto, pero no quiso distraerse con eso. Estaba urgida por mitigar la agitación que había alimentado con cada pedaleada.

Y sabía cómo hacerlo.

Lo descubrió sin proponérselo, un par de meses atrás. Ese cuerpo que se le volvía extraño le había estado enviando perentorias señales, y una tarde calurosa cedió a su invitación, abriendo una puerta enorme. Luego de atravesarla, asustada por lo que había descubierto, huyó de la soledad de su cuarto y de esa pesada puerta que no sería fácil volver a cerrar. Una puerta que daba a un salón largo y húmedo, sin fondo aparente.

Ese día, en un impulso desconocido, agarró la bicicleta y se lanzó a la calle. Apenas se sentó, recibió una plácida descarga que se le regó por el cuerpo como leche tibia. Sintió en las caderas una mezcla de crispación y bienestar que se incrementaba en tanto ejercía presión contra el asiento de la bicicleta.

Comenzó a pedalear con fuerza, dando vueltas a la manzana. Lejos de disminuir, las sensaciones aumentaban con cada vuelta, como la temperatura dentro de su ropa interior. Como cuando tenía ganas de orinar, pero de un modo más inquietante.

Y más placentero.

Luego de varias vueltas, regresó a casa agotada. Al llegar a su cuarto, algo en el pecho, sin definición ni pausa, le impedía estarse quieta. Dejó entonces que el instinto tomara el control. Cerró la puerta, echó el seguro y, con prisa, se quitó toda la ropa. La mamá dijo algo que no escuchó.

Se me olvidó, respondió.

Las medias, la franela, el sostén, parecían casas arrasadas por un huracán. Del otro lado del mundo la mamá insistía en decir cosas que ella no lograba descifrar. Se paró frente al espejo y se sobresaltó. Cada día lo mismo. La chica desnuda frente a sí le parecía tan distinta a la que era apenas uno, dos años atrás. No dejaba de asombrarle con qué prisa le crecían los pechos, con sus manchas oscuras que se derramaban espesamente, como sirop de chocolate.

Se paró al lado de la cama que en un tiempo compartió con Sarah y Cristina, e inició los ritos que sus nuevas formas le sugerían. Ondular el cuerpo, mover las caderas, ensayar poses y miradas de vampiresa, bailando frente al espejo, sin quitarle la vista a sus trémulos pechitos. Una música venida de adentro le hacía girar la pelvis, con una cadencia rítmica y natural, como la de la cadena de su bicicleta.

Se convertía, entonces, en Madonna. O en Cindy Lauper. Cientos, miles de miradas masculinas deliraban ante sus movimientos. Otras veces se sentía Catherine Fullop, Gigi Zanchetta, Rudy Rodríguez, las heroínas de las telenovelas que seguía con devoción, acompañándolas en sus lágrimas y risas a través de las veleidades del amor. Vuelta de nuevo a su tarima imaginaria, sin detener la danza, comenzó a bajarse las pantaletas, con el mismo susto de siempre, mirando de reojo de cuando en cuando, como si viera furtivamente una película prohibida.

Desnuda del todo, con la prenda de corazones estampados enredada en uno de sus tobillos, se detuvo. Suspiró hondo, desde muy adentro, para aquietar la respiración. Le turbaba verse los huesos de la cadera, o los vellos que cubrían su pubis. Una lanita oscura, que comenzaba a tupirse. Se recorría el cuerpo con las manos y, aun sintiendo el contacto, no dejaba de sentirlo ajeno, de pensar que esa era una desconocida.

Sus novedades la excitaban tanto como las palabras que las nombraban. Verse en el espejo, tocarse y repetir vello púbico, provocaba un hilito de frío en su pecho. Nalgas, decía, y clavaba sus deditos en la carne. Pezones, y la mirada le brillaba y en sus labios resbalaba una sonrisa. Pezones, repetía y los rozaba con las palmas de las manos, o los halaba suavemente, mientras adquirían una turgencia inmediata. Le asombraba constatar las dimensiones que adquirían. Tocar y nombrar le generaba el deseo de seguir deslizando sus manos por esa piel que aún exhibía una tersura infantil. Apretó duro las piernas entre sí y suspiró cuando el ardor alcanzó sus caderas.

El instinto no requiere adiestramiento. Aunque le avergonzaba admitirlo, conocía el método para calmar esa inquietud cuando resultaba intolerable. Se metía al baño del cuarto, abría el grifo de la regadera y entraba en ella. El agua resbalaba por su cuerpo. Una mano abrazaba su garganta. Cerraba los ojos. Conocía el santo y seña y lo había convertido en ceremonia cotidiana. Deslizaba su índice desde la garganta hacia abajo, atravesando el pecho, el vientre, los más viejos recuerdos, la calle solitaria, los sueños impronunciables, el desasosiego, la lanita mojada… Cuando tropezaba con el sitio, daba un respingo.

Entonces comenzaba a frotar.

Después del baño, las emociones eran ambiguas. Aunque distendida, la abrumaba la culpa. Terminaba de vestirse cuando un sonido brusco la sobresaltó. Habían intentado abrir la puerta, y se alivió al recordar que había puesto el seguro.

Se enfría la comida, señaló una voz. Sin jugo, porque se te olvidó otra vez la fruta.

En un gesto mecánico agarró el cepillo y, aún temblando, se peinó frente al espejo.

Ahora te la pasas encerrada, se quejó la voz alejándose por el pasillo.

Karla echó un último vistazo al espejo en busca de elementos delatores y, al no encontrarlos, salió del cuarto. No sin antes buscar con la vista a Cristina y Sarah, que desde los clavos en la pared en los cuales fueron a parar hace algún tiempo, observaban con actitud neutral, sin juzgarla ni secundarla.

Es como un calambre rico que empieza aquí y se riega hasta acá, se confesaba a sí misma, tratando de explicarse lo que le producía el contacto de su dedo con el botoncito. Debo ser una enferma, se reprochaba en las noches, dando vueltas en la cama, intentando reprimir el deseo de seguir descubriendo. Pero era un calambre vicioso y había que tener mucha fuerza de voluntad para evitarlo. Sus manos de uñas cortas erraban por la quietud de la sábana hasta que caían, sin querer, en el botoncito.

En esas noches se dormía tarde, extenuada por la euforia.

La bicicleta te está sacando piernas de futbolista. Ve a ver si paras un poco, le repetía la mamá cuando, en las noches, veían televisión en la sala.

Karla, en guardia de inmediato, se estiraba instintivamente la batita de dormir para cubrirlas de la vista que husmeaba.

Pero sabía que era en vano. Raquel, que todo lo descubre, tarde o temprano se enteraría.

Las historias que nos contamos

En su libro autobiográfico “Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado”, la poeta norteamericana Maya Angelou, quien se crió con su abuela paterna en Stamps, un pueblo segregado del provinciano sur de Estados Unidos, describe con estas palabras a Bertha Flowers, un personaje que sería una referencia importante en su vida, al acercarla al mundo de la belleza: “Tenía el don del dominio de sí misma para parecer cálida con el tiempo más frío y en los días del verano de Arkansas parecía tener una brisa privada que se arremolinaba en torno a ella y la refrescaba”. ¿Qué hacía que Flowers, en esos años 30, 40 del siglo pasado, en un ambiente en el que los negros se agotaban en las plantaciones de algodón, ajenos a todo sentimiento de futuro, fuese una mujer culta e instruida, una genuina aristócrata de guantes blancos?

Nunca podremos saber qué tanto influyó Flowers en la vida de Angelou, pero sin duda la posibilidad de tener una referencia distinta a ese mundo carente de futuro debió ser fundamental, ya que esta produjo una importante obra compuesta por siete libros autobiográficos, tres de ensayo y varios tomos de poesía, además de haber participado como actriz, bailarina, directora o productora en una larga lista de musicales, obras de teatro, películas y programas de televisión a lo largo de cincuenta años, convirtiéndose en una artista de enorme influencia.

“Tienes que ser la mejor versión de ti mismo. Si no sabes cuál es, escoge alguna y finge serlo”, dicen que dijo Bennet Ifeakandu Omalu, el patólogo nigeriano radicado en Estados Unidos que descubrió la encefalopatía traumática crónica (ETC) entre los jugadores de fútbol americano, y cuya vida fue llevada al cine bajo el título de Concussion.

 

Detrás de las historias personales siempre se asoma el esplendor de la vida con sus enigmas, sus pistas y sus aproximaciones, unas más precisas que otras, que explican esa energía invisible que la mueve. En toda historia de vida subyace una reflexión acerca de este cúmulo de emociones, símbolos y recuerdos que ejercemos sin demasiado espacio para pensar en ello.

La de Angelou, por ejemplo, demuestra que estamos hechos de los relatos que nos contamos sobre nosotros mismos. Son ellos los que le dan nombre al cómo nos vemos. Es tan vital que, en caso de no tener muy claro cuál es esa versión que nos sostiene cada día, es menester tomar una que nos guste hasta convertirla en la nuestra.

Este lector agradecido que ha vivido la suya consumiendo historias de vida, que ha pasado veinte años bosquejándolas y al menos cuatro editándolas, puede dar fe de que la vida que llevamos depende de las historias que nos contamos.

Voy a tratar de explicar esta hipótesis con la esperanza de ser breve, y por breve me refiero a no aburrir a mi honorable audiencia.

 

Desde que tiene lenguaje, el ser humano ha contado historias. De hecho, la necesidad de contarlas vino dada por el apremio de compartir aquello que movía algo dentro de él. De tratar de expresar una experiencia que dejó una impresión íntima muy fuerte. Intentemos imaginar ese fundacional momento de la Humanidad en que uno de nuestros antepasados descubrió accidentalmente el fuego. No es difícil sospechar que, luego de salir de su asombro, lo primero que hizo fue correr de inmediato a compartir esa extraordinaria experiencia con otros miembros de su grupo. Y no es difícil suponerlo, porque todos sabemos que solo contando las experiencias novedosas llegamos a mitigar esa agitación que producen dentro de nosotros. Más aún, para poder procesarlas debemos compartirlas.

Para tratar de contar algo, tenemos que entenderlo.
Para tratar de entender algo, tenemos que contarlo.

Siguiendo con esa hipotética escena de uno de nuestros ancestros, podemos suponer que cuando intentó contar la experiencia recién vivida descubrió que no tenía palabras para enunciar algo que no tenía nombre, descubriendo también que la única forma de trasmitir la experiencia de ese desconcertante portento que daba luz y calor al mismo tiempo, era acudir a una imagen que se le aproximara. De hecho, eso es lo que busca la poesía: volver al lenguaje de las imágenes para intentar recuperar los asombros primordiales.

Es lo que nos pasa todavía a nosotros, una remota descendencia de aquellos primeros narradores, que todavía se sorprende y comparte esos asombros cotidianos por lo que buena parte de nuestra vida se nos va en contar historias.  Contamos lo que nos pasó ayer, aprovechamos cualquier ocasión para dar nuestra opinión de los acontecimientos que nos rodean (que no es otra cosa que nuestra versión de la historia en la que estamos sumergidos), rememoramos nuestros aniversarios y nuestro paso por la vida contando los episodios que la explican y reafirmamos nuestros afectos, nuestras fobias y nuestros prejuicios en cada ocasión que se nos presenta.

Es decir, tenemos la irrefrenable necesidad de contarnos, como una forma de reafirmar lo que sentimos que somos. La versión que nos gusta de nosotros mismos.

 

Cuando contamos historias lo hacemos desde donde las estamos viendo. Es decir, cada historia que contamos es, forzosamente, una visión subjetiva no ya del hecho relatado, sino del mundo todo. Es nuestra visión íntima del mundo. Por eso, contar una historia es una manera de contarnos. Todo lo que hacemos con lo que nos sucede, toda decisión que tomamos ante los imponderables que nos presenta el camino, va construyendo un relato personal, y esto es algo que debemos tener siempre presente.

Cuando contamos cualquier hecho, estamos diciendo desde dónde estamos viendo el hecho narrado. Por eso, contar historias es la forma que tenemos de ubicarnos en el mundo. Es la marca del “yo” con respecto a los otros.

Contarse. Explicarse. Mirarse. De esas hermosas paradojas que nos enseña la literatura se desprende el hecho de que cuando intentamos explicar a otros nos explicamos a nosotros mismos en cada palabra escogida, en cada adjetivo, en cada imagen, en cada percepción. Y, también, que cuando nos alejamos de casa inevitablemente nos estamos adentrando en nosotros mismos, creciendo sin perdernos de vista.

Si cuando contamos interpretamos, podemos aventurar la idea de que la vida no nos sucede, sino que nos la contamos, como reza uno de los mantras que sostienen el trabajo que llevamos a cabo en La Vida de Nos, organización que conduzco junto a la periodista Albor Rodríguez y un maravilloso equipo, en la cual nos dedicamos a contar al país a través de historias personales de gente común.

Contar la pluralidad a partir de la singularidad de cada uno.

Si damos por cierto, entonces, que la vida nos la contamos, valdría la pena estar atentos a las historias que, consciente o inconscientemente, nos estamos contando.

«Creo que lo que buscamos es experimentar el hecho de estar con vida, de modo que nuestras experiencias vitales en el plano puramente físico tengan resonancias dentro de nuestro ser y realidad más internos, y así sentir realmente el éxtasis de estar vivos. Al fin y al cabo, de eso se trata, es lo único importante, una serie de pistas que nos ayuden a encontrarnos dentro de nosotros mismos», señaló el sabio mitólogo Joseph Campbell, para expresar que las experiencias vividas y los relatos posteriores a esas experiencias tienen como objetivo mantenernos en contacto con lo que sentimos que somos, como una forma de asegurar nuestras amarras a algún muelle, en medio de un mar que puede tener por igual las aguas quietas o tempestuosas.

 

La vida, entonces, es un relato en permanente construcción. De hecho, el neurólogo Oliver Sacks señaló en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, que “tenemos, todos y cada uno, una historia biográfica, una narración interna, cuya continuidad, cuyo sentido, es nuestra vida. Podría decirse que cada uno de nosotros edifica y vive una «narración» y que esta narración es nosotros, nuestra identidad”.

¿Qué historia entonces nos contamos en cada cuento casual que relatamos cuando llegamos a casa, o cuando conversamos con un compañero de trabajo o cuando compartimos un proyecto que abordamos? ¿Qué nos decimos sobre nosotros cada vez que hablamos de otros? ¿Cómo nos vemos ante cada obstáculo? ¿Quiénes decimos que somos en cada respuesta, cada reto, cada disyuntiva a la que nos enfrentamos en el día a día?

 

La Humanidad ha crecido gracias a su capacidad de comunicarse. Pero en el mundo hiperconectado de hoy nuestro problema, curiosamente, no es de falta de comunicación, sino de falta de silencio, de tiempo para conectarnos con nuestro interior y pulir la versión que más se parece a lo que esperamos de nosotros mismos.

Uno se asoma a twitter, por ejemplo, y asiste a un permanente festival de neurosis, miedos e intentos urgentes por vender esos relatos propios. Pero la inmediatez de esa comunicación nos sumerge en un abismo. ¿Cómo puede haber reflexión si tenemos la capacidad de relatar y producir reacciones de forma inmediata? ¿Cómo puedo escoger la mejor versión de mí si antes de tener tiempo de pensarla ya la estoy compartiendo con el mundo? Más aún, ¿cómo puedo saber qué pienso del mundo si confundo todo cuanto me pasa por la cabeza con un pensamiento que aún no sé si pertenece al sistema de cosas que doy por mías? Las interacciones, los relatos que se dan en esos ambientes, terminan siendo una forma de vender una versión satisfactoria, pero no para nosotros sino para los demás. Es una forma de construir un relato que resulte popular, que tenga aceptación. De hecho, hasta el odioso hater que pasa el día polemizando en redes, vive para los demás. ¿Qué sería de su vida sin respuestas y reacciones encarnizadas?

Por eso, si algo tenemos que preservar, sobre todo en tiempos tumultuosos como estos, donde las referencias se mueven a una velocidad mayor de lo que podemos procesar, es el espacio para ver qué historias asimilamos para nosotros. En esos momentos es que vale la pena acudir a las historias que otros se han contado de sí mismos. Visitar los relatos de aquellos que han atravesado túneles de fuego antes que nosotros. Como el psiquiatra Viktor Frankln, sobreviviente de los campos de exterminio nazis, quien nos advirtió que «donde somos incapaces de cambiar de situación es donde estamos llamados a cambiarnos (…) es allí donde convertimos una tragedia personal en un triunfo humano.»

 

He tratado de estar atento de no jugar nunca en mi contra. De tener consciencia de que si soy el guionista de mi historia siempre trataré de contar una que me mantenga dentro del eje en el que giro. De no perder de vista aquello que dijo el novelista Paul Auster, cuando le preguntaron por qué había escrito determinada novela en clave de comedia: “El mundo ha ido de tragedia en tragedia, de horror en horror, pero los seres humanos seguimos existiendo, enamorándonos y hallando alegría en la vida”.

Y de eso se trata. De saber que, ya que la historia es nuestra, nada de lo que nos ocurra nos puede quitar el aliento vital. Que ya que nos contamos la vida, debemos interpretar las historias que vamos acumulando desde una perspectiva que nos ofrezca salidas a los momentos difíciles. Y que todo eso que ahora estamos viviendo, pasado por el tamiz de las historias que nos contamos, nos deben seguir ofreciendo pistas para construir esa vida que vamos haciendo con esas historias de las que estamos hechos.


*Texto leído en el evento Somos UCAB 2020, donde participé como invitado especial junto a la compositora Liana Malva.