Un malandro caraqueño

a Daniel Prat y a Vicente Ulive

But I’m tryin’, Ringo. I’m tryin’ real hard to be the shepherd

Jules Winnfield

La anécdota de seguro es apócrifa. Pero la realidad es maravillosa por beber del lago de lo posible. Según eso, en el guión original de la película Dominó (Tony Scott, 2005), el personaje Choco era un criminal mexicano. El actor venezolano Edgar Ramírez, al hacer el casting, propuso al director que lo cambiase por un malandro caraqueño. A cada negativa del director le seguía una insistencia del actor. Ese pulso duró hasta que el primero, sólo para despachar el asunto, aceptó hacer una prueba.

Ramírez se metió en su personaje y salió a escena con una escopeta en una mano, bailando una música invisible mientras caminaba hacia un rehén imaginario amarrado en el piso y, luego de patearlo con desdén, le dijo:

¡Párate, mamagüevo!

El modo de andar, de empuñar el arma, la cruel patada… pero, sobre todo, la música de esas palabras que no entendía, debieron producir una certeza en la mente de Scott: Para que Choco exprese la necesaria violencia y la desdeñosa maldad que exigía el personaje, debía ser eso que estaba viendo.

Es decir, un malandro caraqueño.

Caracas carece de una disposición que la haga comprensible. La única lógica que atiende es a la de las leyendas urbanas, intuiciones y prejuicios de sus habitantes. Ocupando un mismo valle, viven en ciudades superpuestas que no se comunican entre sí.

Eduardo es habitante de una de esas Caracas. Lejos del pistolero de Dominó y de los velorios en el barrio (las funerarias no aceptan tiroteados),  vive en su Caracas Plaza Las Américas y Galerías Los Naranjos. Una Caracas al sureste del Guaire, de colinas urbanizadas en las que es menester tener carro para trasladarse, atrincherada tras sus rejas, casetas de vigilancia, circuitos cerrados y un profundo recelo para con lo desconocido. Una Caracas que vive su ilusión de normalidad al interior de sus confortables ghettos.

Pero él aprendió a extender los límites de su Caracas, aplicando la ecuación de a menores prejuicios mayores libertades. Gracias a eso compra la aguja para su viejo tocadiscos en Tele Cuba, en Catia. Y se toma unas cervezas en La Candelaria. Y se adentra con confianza en los predios de la Baralt.

Tiene una ciudad más grande que la de muchos de sus vecinos.

Pero aún así se le fue haciendo asfixiante. Un día cayó en cuenta de eso y de la magnitud del mapa del exilio entre sus afectos. Por eso, y por no tener nada que cuidar en su Caracas atrincherada, trazó un itinerario para reencontrarse con la parte de su mundo que renunció a un país que desayuna, almuerza y cena con dos temas invariables: los delirios de un pequeño emperador y la violencia circundante.

Uno de sus primeros destinos fue Barbés, un barrio al norte de París que podría parecerse a Catia, si Catia fuese limpia y no flotase sobre un colchón de pólvora. Sus anfitriones le alertaron acerca de la zona y sus habitantes, sobre la dificultad para comprender el verlán (el francés malandro) y le sugirieron, por último, que ajustara su comprensión del peligro a ese paisaje.

Esto último se lo repetían a diario durante esa primera semana, cada vez que lo veían llegar de sus largas caminatas en la noche.

Sigue menospreciando el peligro y un día te vas a ganar una cuchillada, le advirtieron.

Una noche caminaba por el andén de la línea 2 cuando vio a dos muchachos que venían hacia él con fingida distracción. Tenían fenotipos árabes y unos veinte años. El aspecto de Eduardo, que pasa desapercibido en las calles de Caurimare, encajaba en el tipo de los conejos que aquellos trabajaban rutinariamente. Pero él, sobreviviente de una ciudad en guerra, les adivinó la intención desde que uno de ellos lo vio y pensó en someter su elección a la opinión del otro.

El modus operandi es universal. Caminaban con agilidad, haciendo ruido en dirección a él. Lo hacían ocupando tal espacio de su trayectoria que resultara imposible evadirlos. Caminaban, se gritaban en su idioma, se golpeaban y lo observaban de cuando en cuando. Eduardo sopesó las probabilidades de salir bien librado de la trampa. Un paso mal calculado de uno de ellos le abrió esa mínima probabilidad en forma de un boquete por el que pasó por un lado y no entre ellos. Al darse cuenta del error y de la velocidad del conejo, activaron el plan de contingencia. En medio de su parodia de juego, el de la esquina empujó al otro hacia Eduardo, que sacó el codo y esperó al costillar que venía hacia él. La repentina víctima, entre sorprendida e indignada, comenzó a gritarle en una incomprensible variante de francés, como última opción para arrinconarlo.

La cultura es lo que se olvida, según dicen. Será por eso que el lector de Carver y de Bukowski ya leyó a Poe y a Chejov, pero no lo recuerda. Y el “lector” de Pulp fiction ya “leyó” a Carver y a Bukowski sin haberse enterado.

Y por esos tercos hilos del miedo y la violencia, Eduardo, que es de esa Caracas de una apacible urbanización al sur del río, también es hijo de esa ciudad de cincuenta cadáveres apilados en la morgue de Bello Monte cada fin de semana. Y medio hermano de asesinos como Los Capri, que filmaban con los celulares sus ejecuciones para subirlas a la red. Y heredero de este fratricidio cotidiano en el que unas veces se hace de Caín y otras de Abel, bajo un semáforo, dentro del banco, en la cola del estacionamiento. Caín y Abel, o testigo indolente del cadáver que recogieron a las 24 horas de haber sido asesinado. Y autor de las sádicas escenas en las que mataba mentalmente a su jefe, a su vecino, al motorizado que vio robando a una chica en la autopista, al que toca corneta para avisar que llegó. Testigo, ejecutor y cómplice (aunque sea por omisión) de toda esa violencia. Hasta de la pequeña fechoría de comerse una luz.

Un ADN salvaje que quiere civilizarse.

Será entonces por todo eso que, acosado en el metro de Paris por dos dueños de aquellas calles, sin brújula ni mapa de las rutas de escape, viendo asomarse del abrigo la mano con el cuchillo que le habían advertido saldría en cualquier momento, gritó con ese acento que no es caribeño ni andino mientras, como si lo hubiese ensayado, estiraba un brazo con el que los apuntó con una pistola imaginaria, poseído por aquella ciudad que nunca estará tan lejos como para no seguir mordiendo:

¿Que pasó de qué, mamagüevo? ¡Ponte pilas!

Es liberador decir palabrotas a todo pulmón, sin la condena del pudor, en un andén lleno de gente que percibe la intención pero no el significado. Y descubrir que ser caraqueño es ser caribeño. Y ser caribeño es, de alguna remota manera, ser africano. Y que esos fonemas de sílabas secas pero envueltas en una entonación ancestral que canta y amenaza y sobrevive y se aterra, esos que hechizaron a Scott, disuadieron a dos rateritos del metro de París de confundir a un perro (casero, pero curtido en las calles más duras del orbe), con un distraído conejo.

¿Tú eres loco? Esos bichos son malos, Eduardo. No tienes ni idea, dijo uno de sus anfitriones cuando les contó la anécdota.

Loco no, caraqueño. ¿Con qué cara cuento allá que me atracaron en París?, respondió.

Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett

nietosSegún la biografía llevada al cine por Taylor Hackford, una vez el director de una banda de folk de pueblo le preguntó, con cierta suspicacia, a un joven Ray Charles por qué le interesaba esa música, y éste respondió: “Me encantan las historias. Ya sabes, sobre eso de enamorarse y tener el amor tocando a tu alrededor, y las presiones del mundo, que te hacen sentir pequeño…”.

Música e historias. “Cosas que los nietos deberían saber”, la autobiografía del músico norteamericano de rock Indie, Mark Oliver Everett, fundador y director de la banda The Eels (Anguilas), es uno de esos sabrosos libros que habla sobre música y está lleno de historias de vida.

Una mañana cualquiera, Mr. E (como también se le conoce) se estaba afeitando frente al espejo y descubrió en sí mismo un gesto de su padre, fallecido varios años atrás. Tomar conciencia de ello fue el detonante de una pieza que incluyó en su álbum Blinking Light and other revelations, llamada precisamente: Cosas que los nietos deberían saber.

Ese reencuentro con el padre muerto, al que aprendió a ver desde la ternura que le produjo saberlo un muchacho menor de lo que era él entonces, es el inicio de un largo viaje por el camino de los recuerdos, que no se sació con la canción sino que, al contrario, lo llevaron a encerrarse para sumergirse en dolorosos episodios de su vida, una vez editado el disco y culminada la respectiva gira promocional.

Así nació su impensada autobiografía, cuyo hilo conductor es la relación del músico, no solo con su padre, sino con su entorno familiar. O, mejor dicho, con las muertes de sus seres queridos: su padre, su madre y su única hermana. Un hermoso libro sobre la vida, a partir de entender la muerte como parte intrínseca de aquella. “Nadie desea pensar que su vida tendrá un final, pero yo no podía desconocerlo y me di cuenta de que si se trata a la muerte como el hecho cotidiano que es, resulta menos atemorizante. Y, además, al ser más consciente de ella, se gana perspectiva y se entiende la importancia de hacer que la vida valga la pena, lo que sea que eso signifique para uno”, señala en un capítulo.

Estos duros sucesos, las circunstancias que envolvieron cada muerte, sus eventuales fracasos sentimentales y profesionales, fueron configurando en él la revelación de saberse un hombre afortunado, al cual “las duras circunstancias que tuve que sobrellevar me ayudaron a apreciar verdaderamente los lados luminosos de mi vida” y a entender que era “uno de los pocos afortunados que han experimentado el más amplio espectro de las situaciones que puedan presentarse durante una vida”.

Cosas que los nietos deberían saber es un libro de culto. Quienes se asoman a sus páginas usualmente devienen en entrañables lectores, en testigos maravillados de la historia de un optimista irreductible, que entendió que cada hombre tiene que pasar por el infierno para llegar al paraíso. Una joya que en Venezuela se consigue en una edición de PuntoCero.

Apuntes mundanos sobre la ética

Se puede creer en la honestidad de muy pocas cosas. No es irrisorio el desencanto que nos va dejando el camino. Esto no es esencialmente malo. En última instancia, se trata del necesario ajuste entre las expectativas en contraste con la media de las experiencias dejadas por el contacto con el Otro. Nadie nos alertó a tiempo, y aquí estamos, con nuestra melancólica carga de derrotas a cuestas.

Bien visto, quizá se trate de una secreta forma de preservar la esperanza. Algo así como aprender a no esperar del mundo más de lo que el mundo está preparado para dar.

Hay algo de sensatez en esa operación. La sensatez de entender que uno puede intentar remediar los actos propios, y hasta remediar el rasero con el que se entiende con el mundo, pero no juzgar los ajenos ni pretender indicarles el camino. No esperar mucho de la gente y delimitar el tamaño de la esperanza, termina siendo, más que un acto de sensatez, un acto de sabiduría. Lo otro sería alimentar el resentimiento, por algo tan inevitable como el hecho de que el hombre es el hombre.

Allí radica uno de los problemas sustanciales del concepto de moral.

 

Esa sabiduría privada lo lleva a uno a ir revisando y ajustando, en tanto pasa el tiempo, la lista de las cosas en cuya honestidad todavía cree. Es una íntima normativa de convivencia con el mundo. Porque uno comienza el camino creyendo en todo y, con suerte, termina por entender que todo es posible. Para bien y para mal.

Sutil y salvadora diferencia.

Pero este desplazamiento de la forma de la esperanza se da en tanto uno sabe guardar distancias y ver las cosas con sana suspicacia. Una suspicacia  no fanática ni amargada, sino la necesaria para no empeñar la fe en algo tan veleidoso e indescifrable como la naturaleza humana.

Poner distancia es, paradójicamente, una forma de preservar la fe. No esperar nada con la esperanza de sorprenderse gratamente. Ese pasar de creerlo todo a creerlo todo posible ofrece un margen donde la historia merece ser contada. Supone no cercenar la posibilidad de tropezarse con el milagro.

Los ojos inocentes reconquistan territorios perdidos afirmó, con enorme lucidez, el poeta Rafael Cadenas.

 

Hay honestidades irrefutables, como la mordida del deseo, que es impersonal y migra de tanto en tanto. El amor, sobre el que tanta fe se suele poner, dura apenas lo que tiene que durar. Esa fe desengañada es tierra fértil para ese infierno llamado despecho. La amargura del desamor está relacionada con el equívoco de que la intensidad que despierta (y que promete) será ilimitada, acaso, en el espacio, más no en el tiempo. Es lo que nunca terminamos de entender.

Se puede creer, también, que hasta los siete años somos usualmente buenas personas, y en adelante le agarramos la caída al juego. O le agarramos el gusto. Dependiendo del grado de cinismo con el que nos hayan alimentado en casa, usamos la herramienta para aprender a fingir con mayor o menor responsabilidad.

Le agarramos la caída o le agarramos el gusto, he ahí una bifurcación. Es una decisión propia, aunque no siempre consciente. Hasta los siete años, no sólo somos buenas personas, sino que también somos brillantes. En adelante, ayudados por la escuela y ciertos prejuicios y convenciones, comienza un desgaste que algunos logran paliar y la mayoría no. La presión social nos impele a ser despiadados. Perdemos la curiosidad. Por eso dicen que el artista es un niño que se niega a crecer. Por eso es lícito desconfiar de la gente sin imaginación, de quien se orienta en esta cosa sin forma ni brújula que es la vida, a punta de dogmas y recetas aprendidas al caletre.

Vigilando que los demás la acaten, se olvidan de vigilarse a sí mismos.

Podemos creer que la gente, tarde o temprano, se traiciona. Y eso hasta es deseable, porque crecer es traicionarse. De hecho, estaría bien de no ser porque hay los que seducen a otros en ese proceso privado, y cuando migran a otras tierras dejan a aquellos a la deriva.

Para ilustrar la idea, un joven poeta denuncia cada tanto las triquiñuelas del país literario y la inanición de los intelectuales, sin sospechar que esa denuncia entraña la semilla de su propia traición. Que bastará el primer aplauso domesticador para dar inicio, íntimamente, al ineludible proceso de convertirse en la negación de lo que creía ser.

Que, a la vuelta de la esquina de su vida, él será ese que antes denunció.

Por eso es difícil creer en la palabra y la acción desinteresada de toda búsqueda de poder. No por antipatía manifiesta, sino por consciencia de las reglas de su juego. Nadie que vive de sopesar la conveniencia de sus alianzas y sus declaraciones puede empeñar su palabra con demasiadas garantías. Así exhiba la denominación de origen de sus intenciones.

Se puede creer en la honestidad del odio, y por eso mismo se aconseja evitar su guía. Se puede creer que, efectivamente, mucha gente tiene su precio y que basta la oportunidad debida para que encuentre quien lo tase. Aunque también se puede creer en los pequeños actos de heroísmo. Y en la generosidad y en la bondad. Usualmente, por genuinas, se desarrollan en silencio, como quien no se da cuenta de estar haciendo magia.

Y se puede creer en la ética.

 

Cuenta Sogyal Rimpochè, en el Libro tibetano de la vida y de la muerte, que cuando era pequeño “mi familia tenía un criado maravilloso llamado A-pé Dorje, que me quería muchísimo. En realidad era un santo, y no le hizo daño a nadie en toda su vida. Cada vez que yo hacía o decía algo dañino, inmediatamente me advertía con suavidad, «Vamos, eso no está bien», y de este modo me instiló el profundo sentido de la omnipresencia del karma, y el hábito casi automático de transformar mis reacciones si surgía algún pensamiento nocivo”.

Tal filtro es el que hace la diferencia. Por tanto, se debe creer, como sistema mayor para vivir ese solitario viaje que es la vida, en el deseo de actuar con honestidad por el acto en sí, y no por el temor a las consecuencias, como lo quiere la religión. Y los partidos políticos, que son otra religión. “Lo importante —le comentó Jorge Luis Borges a Osvaldo Ferrari, a propósito de ese tema— es juzgar cada acto en sí mismo, no por sus consecuencias, ya que las consecuencias de todo acto son infinitas, se ramifican en el porvenir y, a la larga, se equivalen o se complementan”.

Hay quien solo puede leer la vida en prosa, cuando otros, más afortunados, son capaces de leerla en poesía. En este caso, tener la suficiencia y la humildad de responder a uno mismo, y no a ningún órgano fiscalizador externo. Tomando decisiones a cada momento. Decisiones éticas. Por eso, por la humildad con la cual se concentra en revisar los actos propios y no a vigilar los ajenos, antes y no después de ejecutados, es que creo que vale la pena ir por la vida desarrollando un sentido ético, y dejar la moral para los que están convencidos de tener la verdad en la mano.

Con el tiempo, cada quien responderá ante sí por lo que hizo con su vida. Y si fue tan pobre que necesitó joder a otros para lograrlo.