Toda historia es la historia de un desplazamiento. Toda narración supone un movimiento entre dos puntos, visibles o inasibles. El músico argentino Fito Páez señaló con lucidez que para crecer hay que traicionarse. Apelaré esa sentencia para traicionar un pudor que me impedía contar anécdotas de quienes ya no están, porque siempre he sentido que una historia que incluye a alguien ausente, entraña la involuntaria deslealtad de las historias con una sola versión.
Pero toda historia es la de un desplazamiento. Así sea de las propias convicciones. Es así como la mañana del pasado domingo me desperté (literalmente) con la noticia de la muerte del gran fotógrafo Luis Brito. Leer su nombre asociado a la muerte me resultaba, más que triste, desconcertante. Un nombre que remite a su timbre de su voz, alegre y áspera a un tiempo, a su vitalidad, a su inquieto deseo de hacer.
Leer su nombre me remite a una tarde de 2007 en la que, preparando los detalles para la edición de mi novela La huella del bisonte, necesitaba una foto para la solapa. Yo no conocía a mucha gente, y menos a muchos fotógrafos. Recordé entonces que, cuando viví en La Victoria, había asistido y departido brevemente con tres fotógrafos que habían ido al Ateneo de esa ciudad a dar una charla: Nelson Garrido, Ramón Lepage y Luis Brito. Yo era joven y tímido (disculpen la redundancia), pero la holgura con la que se movían, sobre todo Garrido y Brito, me hacía pensar que los creadores eran tipos que hacían de toda acera su acera. Recuerdo que me pidieron que los acompañara a buscar, en una calle perdida de la ciudad, la casa de una señora que, según habían oído, hacía unas tortas sublimes.
Luego de ese día, nos tropezaríamos un par de veces. En mi temeridad, eso sería suficiente motivo para permitirme buscar el teléfono de uno de los más prestigiosos fotógrafos del país y contarle mi problema. No sé si se acordó de mí, pero sé que me citó a su casa y, ante mi pregunta, me dijo que llevara una torta.
Estuve puntual ese día. Con mi torta, claro. Al verme me regañó. Que la torta era jodiendo. Que a los panas no se les cobra. “A los panas”. Ese espléndido tipo, con el que había departido un puñado de veces, me decía que a los panas no se les cobraba. Y no sólo me hizo un maravilloso retrato, luego de una minuciosa y demorada sesión como si fuese para una galería, sino que al mostrarle una foto y preguntarle qué le parecía para la portada, me dijo: “Yo puedo hacer esa vaina mucho mejor”, señalándome los errores que, a su juicio, tenía la foto, a la vez que, dirigiéndose a Lennis, que me acompañaba, le preguntó: “¿Tú tienes los pies bonitos?” y, sin esperar respuesta, nos citó para el día siguiente donde, en unas escaleras al lado de su edificio, tomó la bella foto que sería la portada del libro.
Luego de esa tarde y de haber ido a tomar fotos en la presentación del libro, cada vez que nos tropezábamos en una marcha, en un encuentro artístico, en una calle, me regalaba un saludo que me hacía sentir entrañable. No sé si yo había hecho algo para merecerlo. En todo caso, era su forma de celebrar la vida.
La persona que soy hoy se siente ajena de todas y cada uno de las que fue. No sé si uno crece, pero sé que se traiciona. Es maravilloso poder ver desde algo tan vivo como el corazón, cómo hay nombres que siguen inalterables.
El fotógrafo Antolín Sánchez colgó en su muro de facebook unas fotos en las que aparecía Luis Brito, enérgico, vital, alegre, como solía ser, retratando a un grupo de personas frente a un café. Las fotos correspondían al día anterior de la noticia de su muerte.
Haber conocido a alguien que estuvo hasta el último minuto ejerciendo el apasionante oficio de vivir, mueve más a gratitud que a tristeza. La gratitud de haber tenido el placer de conocer vidas dignas de ser emuladas.
No me jacto de mis amistades. En última instancia me resigno a mis afectos. A la admiración que siento por ciertas personas que he tenido la dicha de conocer. Y si bien toda historia es la historia de un desplazamiento, la vida se desplazó por la existencia de El Gusano sin haber agrietado su vigor, su entereza y su prodigalidad.
Colocado el punto final, su historia es una celebración a la vida. Una vida que merece ser contada.