Cuando el mundo se hace visible

Si en algún punto de ese arduo camino escogido, todo autor podría sentirse identificado con una sentencia, sería con aquella de la ingeniosa y mordaz escritora norteamericana, conocida como Dorothy Parker, cuando señaló su famosa: «odio escribir, pero adoro haber escrito».

Como oportuno marco a dicha afirmación, valdría acotar que Parker abordó el cuento, la poesía, la dramaturgia y el guion cinematográfico, entre otros géneros literarios. Es decir, estamos hablando de alguien con la suficiente solvencia para haber abordado el oficio de la escritura desde diversos códigos ficcionales, lo cual le confería, digamos, la suficiencia para afirmar, con conocimiento de causa, lo arduo que resulta la escritura con intenciones estéticas, incluso para quien conoce el terreno.

O, con más razón, para quien conoce el terreno.

Es decir, que esta afirmación tiene un enorme sentido viniendo de alguien que, precisamente, ha ejercido el oficio de forma sistemática. Alguien que tuvo que enfrentarse en infinidad de ocasiones con eso de lidiar con esa acuciante necesidad de convertir en palabras aquello que luce tan vivo estando dentro. Y convertirlo en palabras que deben reproducir (o, más exactamente, hacer resonar) esa experiencia en un espíritu ajeno.

Esa desazón, esa angustia, ese desasosiego ante la comprensión de la dimensión del asunto, es el tema que flota, a partir de diversas claves y perspectivas, en este volumen de relatos de Inés González: “Gente de signo”, el cual obtuvo Mención honorífica en la Bienal José Antonio Ramos Sucre del año 2011.

Y cuando me refiero a diversas claves y perspectivas, quiero referirme a que el tema que alimenta a las historias del volumen no es solamente la complejidad de la escritura, sino que más bien se trata de que las mismas, en líneas generales, forman parte de una larga cavilación en torno a la palabra, en toda la extensión de su complejo alcance.

En Gente de signos podemos encontrar, por un lado, textos que abordan el asunto del oficio de escribir, es decir, la complejidad de fijar la palabra escrita, abarcando en ello todo su universo de relaciones: el misterio de la inspiración, la precisión del lenguaje, el asunto de la expresividad, las claves que descifran relevaciones más allá del lenguaje formal y el estirado universo de relaciones que convocan los significados apenas aparecen.

Pero, por otra parte, las cavilaciones sobre el lenguaje desbordan esos linderos, derivando hacia asuntos de carácter más existencial, y nos pasea por historias donde el lenguaje trae consigo otras preocupaciones, como las posibilidades (o dificultades) de la comunicación o las identidades, halladas o extraviadas, y se sumerge en aguas metafísicas, como el posible olvido de la propia lengua o el lenguaje como clave de acceso a otros mundos (reales o metafóricos), así como la redefinición de símbolos, mostrándonos la angustiante sensación que produce la insuficiencia del idioma a efectos de conectarnos con los otros o, incluso, para entender el mundo que nos rodea.

Y ese asunto del lenguaje, forzosamente, nos lleva también a la memoria y, con ello, a su par: el olvido. «Si una madre ha vivido siempre con uno, se olvida rápido la muerte, y sus cenizas descansan, y uno no la idealiza más allá de lo posible y necesario. Pero cuando a un padre tú sólo lo conoces por la boca de mamá, se engrandece y agiganta a la par de los años”, señala un personaje en una de las historias, mostrando que todo cuanto recordamos (o somos) tiene su asiento en la palabra. Idea que se subraya en otro pasaje, cuando alguien afirma que «según mi padre, la única cosa que podía ser potencialmente perdurable eran las palabras».

Gente de signos es, en general, un libro acerca de las palabras y, con ello, de la escritura. De la pérdida de la inocencia frente al uso del lenguaje. Un libro que deja un  testimonio de ese momento en que, para un autor, aquel dejó de ser el luminoso universo del lector agradecido, para convertirse en un bosque oscuro, una tormenta en medio del mar. En la herramienta expresiva del autor. Un testimonio de ese momento en que el lenguaje escrito se convierte en el enemigo a vencer. O en un contendiente que, de tanto lidiar con él, podría terminar aceptándonos a su lado y, luego de arduos afanes, obsequiarnos eventuales claridades.

Hay una certeza, que nos deja el libro, que tiene de fantástica lo que tiene de terrible: en el lenguaje está la esencia de lo que somos. Nuestros recuerdos se guardan con palabras y, de la comprensión de esas claves arbitrarias, depende nuestra vida. Esa parece ser la conclusión a la que llega Inés  González, y se encarga de ilustrarla con diversas anécdotas, desde las de carácter más claramente metaliterario, hasta metáforas más sutiles como la que propone el texto «Gente que busca belleza», por nombrar alguna.

Gente de signos está compuesto de 29 relatos, de desigual extensión, y de muy variadas atmósferas, espacios geográficos y momentos históricos, pero en todos subyace esa voz que ha madurado este tema en silencio, y una música que parece resonar a partir de ciertos fonemas: escritura, memoria, fugacidad, identidad, olvido, hallazgos, ensoñaciones… En fin, la revelada vastedad de las palabras y sus significados, como cuando el  mundo se hace,  finalmente, visible.

Gente de signos es un libro nacido, de forma consciente o no, de esa pérdida de la inocencia ante el uso del lenguaje, de esa fascinación de su alcance, y del vértigo ante las dificultades del oficio. Un libro que delata una fijación (¿valdrá como sinónimo de reflexión?) acerca de la complejidad de nuestro instrumento fundamental de comunicación, y de las posibilidades que genera. De esos que hacen a los autores asomar un dejo de asentimiento, al tropezarse con la famosa frase de Parker. La que conocemos, tarde o temprano, quienes nos asomamos a la palabra escrita con la responsabilidad de vislumbrar todo cuanto abarca y todo cuanto representa.

 

Prólogo del libro Gente de signos, de Inés González (Lector Cómplice, mayo de 2021)

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