Ver el mundo con mirada propia

Hay obras que traen consigo atisbos del futuro. Sucede poco, pero cuando ocurre producen revelaciones. Pasa sobre todo con el cine, que desencadena aquello que, en otros tiempos, correspondía a la literatura, y luego a la música: el advenimiento de nuevas épocas, expresado en aportes estéticos que sintetizan hallazgos (comprensiones, visiones) muy poderosos.

Sucedió en 1999. Fue una de esas situaciones que se ven solo cada tanto, cuando los espectadores que asistimos a la primera secuencia que nos ofreció Matrix, en la que una chica (luego nos enteraríamos que se llamaba Trinity), acorralada en una pequeña habitación por una decena de policías, flota en el aire, en cámara lenta, mostrándonos unos absolutos 360 grados de perspectiva antes de retomar la velocidad normal, la cual se haría más vertiginosa luego de haber asistido a aquel prodigio estético, procediendo a liquidar a sus engreídos captores, para arrastrarnos a continuación en la trepidante secuencia de una huida.

El corte que anunciaba el fin de esa secuencia, dio el tiempo apenas suficiente para que los espectadores entendiéramos que asistíamos a un salto cuántico en el lenguaje del cine. Ese prodigioso efecto, que produjo una de las impresiones más intensas que me ha deparado el cine en los últimos 25 años, se conocería como bullet time, y sería usado hasta la náusea incluso en piezas publicitarias, al punto de vaciarlo de todo vestigio de asombro.

El destino de todos los hallazgos expresivos valiosos es el lugar común.

 

Además de la introducción de ese importante efecto, Matrix es una bien lograda renovación del clásico viaje del héroe, que cumple a cabalidad todas las estaciones de ese tránsito hacia la luz, a saber: el mundo ordinario, la llamada de la aventura, el rechazo a esa llamada, el encuentro con el mentor, el cruce del primer umbral, la llegada de pruebas, aliados y enemigos, el acercamiento a la cueva más profunda, la muerte simbólica, la recompensa, el camino de vuelta, la resurrección y el retorno con el elixir.

Pero, además, representa de una manera muy gráfica, precisamente, el sometimiento a la Matrix. Según la historia, el héroe no sabe que está atrapado en un sistema que inventa una realidad ilusoria[1] con la cual engaña a todos los sobrevivientes de una catástrofe. El mundo real es deprimente, gris, derruido, carente de toda forma de belleza. La Matrix es el mecanismo de dominación del poder, para ofrecer una ilusión de vida feliz a sus prisioneros. De allí que la decisión vital sea escoger entre la pastilla roja (seguir dentro del feliz engaño) o la pastilla azul (enfrentarse a la realidad, tal cual es): quedarse en la zona de confort o atravesar la zona de pánico. Acomodarse en una ilusión de placer, o incomodarse en la búsqueda de la vida tal como es en realidad.

Y es sabido que animarse a atravesar la zona de pánico produce dolor, pero también produce una expansión inimaginable cuando se estaba en lo seguro.

El arte existe en tanto expresa lo que no se dice. Toda historia tratada por el arte debe contar, como ya se sabe, otra historia: la historia de un rasgo de la Humanidad, la historia a la que solo se puede acceder a través de metáforas y analogías. Estas son las herramientas que permiten arrojar luz sobre la vida humana y su enrevesada encrucijada de razones y efectos. De allí la función del mito: contar la historia de otro, que volvió del sitio al que nos dirigimos, para recibir el parte de su vivencia.

Entonces, la Matrix, ese sistema ilusorio mediante el cual el poder nos tiene subyugados y amenazados para que no intentemos penetrar en su realidad, es una explicación de todo sistema de dominación al que somos sometidos. La Matrix, en efecto, existe. Se trata de cualquier relato aceptado por todos, pero impuesto por el poder. Puede ser el discurso modelador y cargado de testimonios que lo hacen creíble, que asevera que trabajando duro prosperarás y tendrás todo lo que te propones. Estadísticamente no es comprobable, pero el argumento es terriblemente seductor. Es decir, queremos creer.

De allí otro importante rasgo de la Matrix: las víctimas son cómplices de la dominación a la que son sometidas, porque quieren creer. Son dóciles porque es mejor esos que asumir la realidad y tener que luchar, o explicar por qué no se lucha, conociendo la realidad.

La Matrix es el sistema de valores con los cuales los mayores imponen una visión del mundo a sus hijos. Son las religiones y las ideologías políticas. Es la neolengua del poder. Muchos son los elementos de los que se vale para darle credibilidad a su relato: Hollywood, el fútbol, el éxito… La Matrix es señalar a los nazis como los grandes monstruos de la humanidad, pero asegurándose de obviar los crímenes del stalinismo.

Hay una Matrix dispuesta a convencernos de cada verdad sesgada.

 

Es importante advertir que toda narrativa que heredamos se propone mantenernos dentro del rebaño y, por ende, coartar las enormes posibilidades de percibir la experiencia vital. Por tanto, es deber nuestro destruir la Matrix y ver el mundo con mirada propia.

La vida en sociedad está diseñada para que ahoguemos nuestra identidad en la masa. Toda forma de resistir a la Matrix supone un intento de restitución del doloroso esplendor humano, para no quedarnos en la cómoda esclavitud.

Con todo y lo arduo que puede resultar el camino.

 

[1] Y es sabido que la representación que solemos hacer del mundo exterior incide en nuestro interior. Así lo acota Antonio Damasio, neurólogo portugués, en su libro “Y el cerebro creó al hombre”, cuando señala que “cuando el cerebro acota en mapas neuronales el mundo exterior al cuerpo, lo hace gracias a la mediación del cuerpo. Cuando el cuerpo interactúa con su entorno, el intercambio hace que se produzcan cambios en los órganos sensoriales del cuerpo como, por ejemplo, en los ojos, en los oídos y en la piel; a su vez, el cerebro acota esos cambios en mapas y así, de manera indirecta, el mundo que se halla fuera del cuerpo adquiere cierta forma de representación en el interior del cerebro.”

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